Nunca he sido
fetichista ni he perseguido la foto o el autógrafo de nadie. Siempre he estado
muy vinculado al mundo de la música, siendo un concierto casi lo único que
consigue sacarme de casa por las noches a día de hoy, pero jamás hago cola tras
las actuaciones para inmortalizar el instante, ni siquiera cuando ese momento
forma parte de la organización del evento, con su stand al efecto. Como mucho
compro el disco o la camiseta del grupo y les agradezco el rato del que he
disfrutado, sin pasar nunca de darles la mano. He asistido a más de mil
conciertos en mi vida y sólo pedí autógrafos cuando tenía catorce y quince
años, a Sonny Burguess y Sleepy LaBeef, respectivamente. Firmas que se
perdieron en alguno de mis muchos cambios de domicilio y por las que no pierdo
el sueño. Sé que estuve allí, como estuve en Madrid las mágicas noches de Brian
Setzer o Carl Perkins, a quienes no llegué a acercarme.
Sin embargo,
cuando hace varios meses supe que Houellebecq visitaba Molina de Segura,
localidad a veinte minutos escasos de mi casa, me emocioné bastante. Hace poco
más de un año no sabía quién era y hoy lo tengo por uno de los cinco mejores
escritores vivos del planeta. Descubrí su obra ‘El mapa y el territorio’ casi
por casualidad, en edición de bolsillo, hojeando un catálogo publicitario que
habían dejado en mi buzón. Me gustó la sinopsis que de la obra hacían y que
viniera respaldada por el Premio Goncourt, máximo galardón de las letras
francesas, y lo adquirí aquella misma semana. Me gustó, simplemente. De hecho
es la única novela del autor que no he reseñado para mis amigos del blog ‘Literatura
+ 1’, supongo que porque lo que hubiera leído inmediatamente antes o después me
impactó bastante más y sería esa la obra que comenté. Pero quedó anotado el
nombre del autor en mi memoria y, posando la mirada en las estanterías de la
misma tienda un par de semanas después, localicé ‘Las partículas elementales’.
Devoré la
novela en un par de noches y necesité otro par de días para recuperarme. Jamás
había leído algo así, algo que se pareciera o aproximara a su fondo o forma. Es
la novela que más me ha gustado de todo lo que he leído en los dos últimos años
y me deshice en halagos para su reseña, halagos que poco después, indagando por
la red, descubrí que comparto con muchísimos lectores. Después fueron cayendo ‘Ampliación
del campo de batalla’, ‘Lanzarote’, ‘Plataforma’ y, finalmente, ‘La posibilidad
de una isla’. A mitad de camino ya lo situé entre mis predilectos y, a día de
hoy, como ya he dicho, me parece uno de los cinco mejores escritores vivos del
planeta, siendo los otros Paul Auster, Montero Glez y dos huecos que dejo en
blanco para ir nombrando a quien me luzca según el momento (hoy probablemente
sean Haruki Murakami y Eduardo Mendoza, pero mañana podrían ser otros).
No se trata
ahora de reseñar ni hacer un estudio de su obra (si alguien quiere conocer mi
opinión y la de otros colaboradores de Literatura + 1 las tiene aquí: http://literaturamasuno.blogspot.com.es/search/label/Michel%20Houellebecq
). Diré, simplemente, que su obra –la cual, paradójicamente, no deja de
sorprenderme a pesar de ser un continuo dar vueltas sobre lo mismo- suele girar
en torno al sexo, la vejez y la idea de inmortalidad, todo en un tono de
marcado desencanto y provocación. No podía evitar imaginar al autor como
alguien oscuro y esquivo, una suerte de Salinger que vivía encerrado, con las
persianas bajadas y se enfurecía si alguien llamaba a su puerta. Y tal vez sea
así en su vida privada –de hecho lo dejó entrever en su charla-, pero sabe
mantener su actitud en cotas razonables de sociabilidad para los actos públicos.
Debo admitir que me sorprendieron, y animaron bastante para plantarme allí, las
declaraciones en prensa de los responsables del ciclo ‘Escritores en su tinta’
manifestando que Houllebecq se había mostrado encantado de participar desde que
se lo propusieron.
Dos años atrás
una de las personas a las que más debo, Eduardo Mendoza (fue quien hizo que me
gustara leer y siempre tenga un libro junto a mi cama, me va a faltar vida para
estarle agradecido) participó en dicho ciclo y me eché atrás en el último
instante. Cuando supe que venía sentí lo mismo que recientemente con el autor
francés. Pasé meses tachando días del calendario, teniendo claro que el libro
que llevaría para que me firmara sería ‘Sin noticias de Gurb’. Pero llegado el
día salí de trabajar y me fui a casa, o a hacer algo de deporte, o a tomar algo
a un bar, o al cine, no sé. El caso es que temí que se desmontara un mito, temí
una salida de tono o una respuesta fuera de lugar de alguien a quien tenía por
poco menos que un dios. Algo absurdo, pienso ahora, pues no iba a pedirle que
se fuera de copas conmigo ni me concediera una entrevista en privado. Supongo
que la emoción del momento me hizo ver fantasmas y no ha pasado un solo día
desde entonces que no me haya arrepentido de mi ausencia. Sobre todo tras la
gratísima experiencia con Houellebecq.
Llegué a la
sala de los primeros y me senté a esperar con mi ejemplar de ‘Las partículas
elementales’. Poco a poco la sala se fue llenando, los organizadores tuvieron
que traer más sillas de otras dependencias de la biblioteca. El libro que más
se veía era ‘La posibilidad de una isla’, supongo que por ser el de más
reciente publicación. Cuando la sala estaba llena, y muy puntual, apareció el
autor, a quien a algunos nos costó mucho reconocer. Está bastante demacrado, la
verdad sea dicha. Y comenzó el acto.
Primero unas
absurdas, aburridas y mecánicas palabras protocolarias de una señora que
ocupaba no sé qué cargo en el ayuntamiento y que daba vergüenza oírla hablar,
como sucede con casi todos los murcianos a quienes se pone un micrófono
delante. Lo siento, y esto me afecta a mí el primero, pero no es una cuestión
de acento, usos y costumbre: es sencillamente no saber hablar. Al menos no
soltó ninguna burrada tipo ‘me se ha olvidado que ayer presentemos a otro autor’.
En fin, corramos un tupido velo…
El autor no
habla castellano, lo que me sorprendió pues tenía entendido que llevaba bastante
tiempo viviendo en Almería –después aclaró que había vuelto a París, siendo la
etapa española unas simples vacaciones-. Junto a él dos traductores: un hombre
francés que parecía ser el que venía con él y una mujer española que intuí formaba
parte del staff de la organización, no me extrañaría que fuera una trabajadora
de la biblioteca. Todo esto son simples suposiciones mías. Lo curioso del
asunto es que la batuta la llevó ella en todo momento, el francés no logró
traducir una sola frase completa en toda la sesión. Curioso y surrealista.
Sólo viendo
como empezaba aquello supe que la tarde prometía. No se limiten a leer lo que
paso a relatar, traten de imaginarlo. Una segunda representante del ciclo –ésta
sabía hablar, afortunadamente- presenta al autor y explica que no va a ser una
charla o conferencia, sino que directamente los asistentes podríamos empezar a
preguntar y él respondería. No obstante anima al autor a que diga unas palabras
preliminares. Mientras Houellebecq empieza a hablar –en francés, claro-, oigo
murmullo unos sitios por delante del mío.
Cuando
Houllebecq termina su presentación el traductor francés intenta empezar a
hablar, pero no logra arrancar. Sonrisas entre el público. A la traductora
española le ocurre lo mismo y dirige unas palabras en voz baja al autor. Éste
arquea las cejas y encoje los hombros, lo que en lenguaje universal viene a
significar ‘ni idea’. Tímidas risas entre el público con alguna pequeña
carcajada, imagino que de quienes hablan francés y ya han comprendido lo que
ocurre. Finalmente la traductora se dirige a nosotros:
-Bueno, hay un
pequeño problema. El autor es muy propenso a las divagaciones, enganchando una
idea con otra, en una especie de espiral de razonamientos. Por eso, cuando ha
llegado el momento de traducir, mi compañero y yo no recordábamos de qué había
empezado hablando.
(Risas
consolidadas).
-Hemos
preguntado al autor y él tampoco se acuerda.
(Primera
carcajada de muchas).
Acto seguido
se repite el murmullo del principio pocos asientos delante del mío. No logro
ver los rostros de los protagonistas, pero deduzco que alguien está hablando en
voz alta y otra persona le pide que guarde silencio, que está molestando.
Intervienen dos o tres personas más, todas recriminando al hablador –como es
lógico, yo también lo hubiera hecho- y se hace el silencio cuando comienzan las
preguntas de los asistentes. Nuevamente la atención se centra en el cuadrante
de los disturbios y no cuesta mucho entender que los protagonistas de las
escena son los que acaban de discutir, aunque al no haber visto sus rostros no
sé quién es el que hablaba y quién el que pedía silencio. El caso es que uno de
ellos comienza a decir:
-Yo quería
preguntarle al autor si se siente como uno de los escritores malditos de este
siglo…
Y el otro se
pone en pie, lo mira y dice:
-Tú sí que
estás maldito. En tu puta madre me cago.
Y abandona la
sala.
Con este
comienzo la tarde apuntaba a ser gloriosa.
El resto de la
tarde mantuvo un aire relajado –curiosamente la escena de ‘los malditos’ parece
que acomodó al resto de asistentes, en lugar de crear tensión- y rara fue la
pregunta con la que el autor no nos arrancara una sonrisa, cuando no una
carcajada.
Comentaré
brevemente –pues el recuerdo que me traigo no es tanto el de sus palabras como
el de la sensación de bienestar, lo cómodo que me encontré en un tipo de acto
al que asistía por primera vez- que el autor no se tiene por nadie
controvertido ni maldito. Opina que todos esos prejuicios están en los ojos del
que mira. Que las contradicciones que aparecen al estudiar sus obras por
separado son adrede, pues la labor del creador debe ser mantener las mentes
siempre alerta, que el lector piense por
qué y por qué no, piense que sí, pero… Si se llegara a una verdad absoluta los
procesos de creación artística acabarían. Su método creativo consiste en
escribir a primera hora de la mañana sin interactuar de ningún modo con nadie:
hay que elegir entre vivir o escribir, en cuanto se cruza con nosotros un ‘buenos
días’ en la escalera, una llamada telefónica o una noticia en un diario se
acaba la escritura, la suya al menos. Parece tomarse muy en serio su método,
pues el tema surgió un par de veces más
durante la sesión. De hecho, una chica –muy joven, aquello fue a todas luces un
artificial momento de lucimiento orquestado por su madre o tutora, que se
sentaba al lado-, dijo al autor, en francés, que una amiga suya estaba
escribiendo un libro y que qué consejo podría darle. Y éste respondió: ‘dile
que escriba por la mañana antes de hablar con nadie’. Tanto insistía en el
hecho –que yo no comparto, por cierto- de que se debe escribir temprano y sin
interactuar con nadie que a punto estuve de pedirle su opinión sobre la obra y
método de Bukowski, que escribía de noche, borracho y tras haber interactuado a
hostia limpia con media ciudad, pero la vergüenza me coartó al principio y al
final no hubo tiempo.
Otras
respuestas que recuerdo fueron las siguientes:
-¿Por
qué escribe poesía rimando, si ya nadie lo hace así?
-Porque
rimando es más fácil.
-¿Qué
le parece la película que se ha rodado sobre su novela ‘La posibilidad de una
isla’?
-Me
parece malísima. Y está bien, porque me gusta el cine cutre.
-Imagino
que no me recordará, pero me crucé con usted un día que paseaba con su perro.
¿Cómo está? (el perro).
-Murió.
-Vaya,
lo siento.
-No
se preocupe.
-¿Qué
le parece la Unión Europea?
-Demasiado
grande para poder ser democrática.
-¿El
colocarse usted mismo como un personaje de su novela ‘El mapa y el territorio’
es un acto de narcisismo?
-Para
nada. La obra necesitaba un personaje concreto que sólo yo encarno.
En alguna pregunta puntual pareció entender –por
algo ha vivido tiempo en España- la respuesta que la traductora nos ofrecía, y
la detenía para decirle ‘yo no he dicho eso’, siempre en un tono jocoso que
fácilmente se contagiaba al público. Admitió haber tenido problemas con sus
traductores al inglés (idioma que sí domina) y, viendo las preguntas que la
gente le hacía sobre el mensaje de sus obras, quedó planteándose si no tendría
que cambiar también de traductores al castellano. Aun así admitió que podíamos
llevar razón sobre lo que habíamos extraído de obras como ‘Plataforma’, porque
las escribió hace tiempo y apenas recuerda lo que dijo. Así de claro.
Y llegó el
momento final. Aplaudo y espero en la silla que otros me abran el camino.
Imagino que muchos fuimos con aquella idea del ogro que nos comería si
superábamos cierta línea, pero el ambiente distendido del acto nos liberó de
prejuicios y finalmente me coloqué en quinta o sexta posición en la fila para
los autógrafos. Justo tras firmar el libro de quien estaba delante de mí dejó
el bolígrafo en la mesa, pero no había llegado hasta allí para dejarme vencer
ahora y dejé el libro frente a él con mi sonrisa de ‘yo no tengo prisa ¿y tú?’.
Mientras firmaba saqué el teléfono móvil de mi bolsillo y pedí a la traductora
que sacara un par de fotos. Por desgracia la calidad de mi teléfono es ínfima y
en la mejor de las dos fotografías apenas se reconocen nuestros rostros ni se
puede leer el título del libro que sostengo en la mano. Pero al igual que con
aquellos autógrafos de cantantes que perdí en vaya usted a saber qué mudanza, o
al igual que aquellas otras noches frente a leyendas de la talla de Carl
Perkins o los Comets originales, aquellos que grabaran ‘Rock around the clock’
junto a Bill Halley, y de quienes jamás tuve autógrafo o foto junto a ellos, la
ilusión de aquel momento frente a uno de los mejores escritores del planeta ya
no me la quita nadie.