miércoles, 7 de marzo de 2018

VERSOS OXIDADOS


Ella sonríe cuando da el cambio.
Él la cree seducida
sin adivinar que forma parte
de su trabajo
que sus labios iluminan
por imperativo
esta esquina del mundo
sustentada en luz artificial.

Él guarda los billetes
dobla el ABC
y aprieta el mando del coche,
que lanza destellos intermitentes
como un caballo alado
con el que rescatarla
cuando ella quiera

pero ella sólo quiere que se vaya
y desaparezca de una vez
el olor a Brummel de la barra.

Cuando al fin marcha
queda un viejo que cuenta historias,
ella atrincherada tras la barra
para que no pueda tocarla
para que su mano no roce el muslo
¡ay, qué tiempos, hija mía!
como acaba de hacer a una estudiante
en la parada de autobús.



Y llega el último pirata del mediterráneo
huele a orina y a salitre
y lanza doblones al mostrador
pide ron
o coñac
apenas se le entiende
y ella sirve y cobra
esquivando su mirada
agazapada bajo el velo
de su indiferencia
que disfraza de valor el recelo
y de paciencia el hartazgo
mientras Barbanegra le mira el trasero
cada vez que se gira
y recita versos oxidados
tentativa de fuga de palabras
anquilosadas en telarañas bajo el pecho.

Y entran, uniformados,
azul marino y gafas de sol,
Armada Invencible,
los funcionarios del orden.
Hablan por radio
y ella quisiera pedirles
que llevaran a galeras al pirata
(o al menos le dieran una ducha)
pero sabe la respuesta
y está harta de escucharla:
no podemos hacer nada, preciosa,
avísanos después de la estocada.

Con el relevo llega el silencio
nadie tiene nada que contar a su compañero
e insisten en acompañarla a casa
pero ella sólo quiere estar tranquila
y sentir la caricia del viento
arrancando de su piel, a cada paso,
el olor a Brummel de esa barra.