Salieron de la librería buscando un lugar donde poder cenar a base de picoteo. Habían charlado largo y tendido con los libreros sobre literatura y futuros proyectos comunes, y D había comprado una novela de Camilo José Cela, otra de Aldous Huxley y, fruto de aquella charla, el librero le había regalado uno de los primeros libros de Javier Marías para mitigar el recelo que los artículos de opinión de dicho autor le provocaban. Por su parte, L compró la última publicación de un sello independiente de nombre difícil de escribir y casi imposible de pronunciar sin atrancarse, en cuya última página, y a la manera de la más contundente declaración de intenciones, confesaban a sus lectores que hubieran rechazado el manuscrito del que a la postre había sido uno de los libros del año tanto en cifra de ventas como a nivel de críticas (pactadas o, directamente, compradas, supongo).
Tras descartar un local que olía a queso (a ambos les gustaba el queso, pero, joder...) y dos o tres franquicias donde hasta las hamburguesas parecían precocinadas, dirigieron sus paso hacia el casco antiguo, donde esperaban encontrar alguna tasca con olor a frito que saciara sus expectativas. Por el camino divisaron una feria de libros antiguos en una amplia avenida. L quería esquivarla, tenía en la mesita de noche más de quince volúmenes pendientes y se había propuesto no comprar ni sacar nada de la biblioteca pública hasta haberlos leído todos, pero D insistió y, total, acababa de fallar a su propósito minutos antes, cuando sucumbió ante el último título de aquella pequeña editorial.
En apenas diez minutos D había comprado varios ejemplares de Asimov y Greene, así como El príncipe, de Maquiavelo. Por su parte, L volvió a caer al encontrar El castillo de los Cárpatos, una novela de Julio Verne que llevaba años buscando y, dicen, pudo ser la definitiva inspiración de Stoker para su Drácula. Una vez colmados los caprichos literarios de la jornada, y antes de encaminarse definitivamente al centro para cenar, D agarró un ejemplar de La verdad sobre el caso Savolta y dijo:
—Aún no lo he leído, y eso que La sonrisa etrusca me encantó.
—La sonrisa etrusca no es de Mendoza —dijo L.
—¿Seguro?
—Seguro. Es uno de mis autores predilectos, tengo todo lo que ha publicado. La sonrisa etrusca yo juraría que es de Antonio Gala.
—No, espera, es de Sábato. Tengo Sobre héroes y tumbas y lo mencionan en la solapa.
—Pues tal vez, aunque yo juraría que es de Antonio Gala.
—¿Paco Umbral?
—No. ¿Muñoz Molina?
Un hombre que miraba libros cerca de ellos carraspeó, tocó en el hombro a D y dijo en voz baja y sonriendo:
—José Luis Sampedro.
—¡Joder, sí! —exclamaron como si acabaran de resolver la Teoría del Todo—. Muchas gracias.
El hombre siguió su camino y D y L el suyo.
Nunca supe quién era aquel hombre, pero sí que aquellos que no lograban dar con el nombre del autor de una de las más populares novelas jamás escritas en lengua castellana eran un escritor y su editor. Lo sé porque yo era el editor. Pero es que... ¡Cómo imaginar que un tetrapléjico con un bolígrafo en la boca podría escribir algo de tal calibre!
domingo, 24 de diciembre de 2017
martes, 10 de octubre de 2017
DEJA ALGO PARA LOS DEMÁS
No podía permitirlo, y menos llevando tan sólo dos
semanas en el trabajo. De hecho, era una situación tan absurda y surrealista
que llegué a pensar que me ponían a prueba para estudiar la reacción del nuevo.
El caso es que allí estaba yo, el nuevo enterrador, y allí, a escasos metros de
mí, ellos dos. Noche cerrada, tres de la madrugada. A ella no la veía bien, a
él sí. Bueno, miento, veía su blanco trasero moverse arriba y abajo, adelante y
atrás, fornicando sobre aquella lápida que no sé si sería de alguno de sus
padres, abuelos, tíos o la primera que encontraron libre (todas lo estaban, como
es lógico). Aquello me pareció repugnante, creo que jamás presencié tamaña
falta de respeto. Y les juro que soy bastante abierto de mente. De hecho, para
que vean que uno es tolerante, no corrí hacia ellos alzando la pala con gesto
amenazante, sino que, reuniendo toda la sorna y el humor que la grotesca
situación me permitió, grité con aire socarrón: “¡muchacho, deja algo para los
demás!”. Imagínense cómo se me quedó el cuerpo cuando me respondió: “¡joder,
ahí tienes la pala, sácate a otra!”.
[Relato finalista en el I Certamen de Relato Erótico Juguetitos para Adultos, octubre 2017]
[Relato finalista en el I Certamen de Relato Erótico Juguetitos para Adultos, octubre 2017]
viernes, 7 de julio de 2017
EL HOMBRE QUE MATÓ A LUJO BERNER
En París
en el año 1869
Charles Hermite
soñó que surfeaba.
Sueño inducido dicen
las malas pero sabias lenguas
por el embrujo del chamán que mandaba
sus hechizos desde más allá del tiempo.
Nadie vio nunca su rostro
una superstición del XIX
un avatar del XXI
Lujo Berner
un nombre
un ser.
Imaginen
surcar las olas
al compás de afilados
punteos de The Trashmen
y abrir los ojos en un siglo
en blanco y negro subtitulado.
¡Qué frustración no sentiría nuestro doctor
al tener que retomar aquella aproximación!
Pues su vida no era más que
el negativo de aquel sueño
el silencio tras el riff
la luz de las velas
el daguerrotipo
Despertó
sintió el rencor
y puso fin a la ecuación:
cruzó restando al otro lado
y obviando todo lo aprendido
dividió por cero clamando venganza.
Logró de esta manera alcanzar el infinito
rompiendo el tiempo que cobija al enemigo
y desarrollando la fórmula a través
del tiempo en su curva extensión
dio con él en una playa
del mediterráneo
y con su ábaco
le golpeó.
Así
murió
Lujo Berner
el que nunca fue.
Pero a pesar de no haber sido
caló tan hondo su influencia que llevó
a nuestro prohombre decimonónico a cometer
el mayor (y único) crimen de su triste existencia
aunque nunca fue juzgado en vida:
las huellas quedaron más allá
de su tiempo y de su espacio
y pudo al fin dormir
dejando atrás
el oleaje.
viernes, 23 de junio de 2017
ANTE EL REY
El
scalextric recogido
en
lo alto del armario
la
colonia de mi padre
una
camisa de cuadros
de mi hermano
los
bajos del vaquero
doblados
hacia fuera
y
el cuello de la cazadora
levantado.
(Lo
narro en presente
con
la ilusa esperanza
de
apagar algunas canas).
Recorro
la ciudad sobrepoblada
de
otros chicos de mi quinta
con
sus walkman los addidas
camiseta
de Caprabo
monopatines
bicicletas canicas.
Llego
al templo
el
altar me llama al fondo
ilumino
de miradas las portadas
levitando
leyendo contemplando
viendo
viviendo salivando
me
decido por el rojo
que
sujeto y levanto como ofrenda
casi
me arrodillo
(estoy
ante el Rey
y
sé cuál es mi sitio).
Ayer
fue mi cumpleaños
doce
y subiendo
saco
del calcetín un billete
rojo
y arrugado
dos
talegos, que dice mi hermano,
y
algo me sobra, me lo guardo.
Vuelvo
a casa
el
Grial en una bolsa contra el pecho
paro
en un semáforo
lo
saco, lo miro,
(que
me miren
que
me envidien)
me
parece ya escucharlo
y
al llegar a casa
me
encierro en mi cuarto
y
lo hago girar,
y
lo hago sangrar bajo la aguja
¡pobre
chico de Memphis
sometido
a acupuntura!
Y
lo siento, lo disfruto
alimento
para el alma
que
degluto
vuelta
y vuelta
y
me traen de vuelta al mundo
sus
nudillos en la puerta,
es
mi madre
me
han llamado unos amigos
esta
tarde hay un partido
contra
la plaza de al lado,
pero
esta tarde
yo
no salgo.
lunes, 3 de abril de 2017
EL MEJOR CHISTE DEL MUNDO
Eran
casi las doce y la noche apuntaba a ser larga. Apenas veinte personas en el
edificio. Si lo hubieran ubicado cincuenta metros más al norte se diría que
estaba a las afueras. Pero no, quedó en una suerte de limbo urbanístico en el
que simplemente podíamos decir que no era céntrico. Por uso, hora y situación
reinaba el silencio. Opaco, casi húmedo, una suerte de niebla semitangible.
Pero intermitente. No era un silencio continuo y absoluto. Un estornudo, un
pitido advirtiendo la hora en punto de un reloj digital, el acelerón de un
coche que, a pocos metros, tomaba o dejaba la autovía... Y en ese catálogo de
invasores acústicos vinimos a ser nosotros quienes se llevaran el premio gordo
y alguna pedrea. Nosotros, los tres. Mi hermano, mi primo y yo.
—¿Café?
—propuso mi hermano.
Accedimos.
Bajamos
lentamente la escalera. Estábamos cansados, llevábamos muchas horas allí.
Además, mi hermano arrastraba una severa cojera desde hacía años, lo que
ralentizaba aún más el movimiento del grupo. Mi hermano era (y es) mucho mayor
que yo. Nunca necesité pronunciar el consabido tópico «podría ser mi padre»
porque los hechos hacían innecesarias las palabras: su hijo, mi sobrino, era (y
es) dos meses mayor que yo. Mi cuñada dio a luz un siete de julio y mi madre me
trajo al mundo el siete de septiembre del mismo año. Mi sobrino y su madre se
habían ido dos horas antes y estábamos solos mi hermano, mi primo y yo. Y unas
cuantas personas, no más de diez o quince, que no conocíamos.
La
cafetera estaba abajo, en el pasillo. El bar llevaba un rato cerrado. Mi
hermano introdujo una moneda y pulsó el botón del café cortado.
—¿Ahora
hay que poner un vaso? —preguntó mi primo.
—No,
José Miguel —dijo mi hermano—: hay que echarse un sobre de azúcar en la boca y
meter la cabeza ahí debajo.
Acompañó
la absurda respuesta con un gesto histriónico, arqueando el cuerpo, bizqueando
y sacando la lengua. Mi hermano. Cojo, calvo, con la barba canosa más
desastrosa que jamás se había visto y más de cincuenta años sobre sus cansados
hombros. Mi primo y yo explotamos. Fue una carcajada en toda regla, nos
acababan de contar el mejor chiste del mundo, o eso nos pareció. Eran las doce
de la noche y llevábamos allí desde las doce del mediodía. Estábamos agotados,
nos dolían las piernas y la espalda y necesitábamos ese momento de
reconciliación con la existencia más que cualquier otra cosa.
—Señores,
por favor —escuchamos. Alguien nos llamaba al orden.
Nos
asomamos al hueco de la escalera y vimos, unos metros más arriba, a un guardia
de seguridad serio y muy bien uniformado. Yo jamás había logrado planchar tan
bien una camisa. Mi hermano jamás había logrado si quiera planchar una camisa.
Desconocía (y desconozco) el currículum de mi primo a ese respecto. Hizo como
que se ajustaba el nudo de la corbata y continúo diciendo:
—Ya son
mayorcitos, joder. Un respeto, que estamos en un velatorio.
—Lo
sabemos, somos los hijos del difunto —mi hermano.
—Y yo
el sobrino —mi primo, que aún no había logrado borrar el remanente de sonrisa
que sobrevivió a la carcajada.
—Disculpe,
no volverá a ocurrir —mi hermano de nuevo, zanjando el asunto.
Las
doce horas de velatorio que habíamos dejado atrás (faltaban otras doce hacia
delante) habían sido un frenético catálogo de llantos, abrazos, idas, venidas y
algún amago de crisis nerviosa hasta hacía poco más de dos horas. A eso de las
diez todos se fueron marchando, nuestros allegados y los de las salas vecinas,
y nos quedamos los familiares directos de los difuntos bajo aquella densa y
pesada cortina de silencio que tan oportunamente acabábamos de rasgar.
Llenamos
los tres vasos (finalmente los pusimos bajo el chorro de café, a pesar de las
indicaciones de mi hermano) y volvimos a la sala 4 del tanatorio, segunda
planta, la última a la izquierda. Aún con alguna irreverente sonrisa surcando
nuestros rostros, más aún si nos mirábamos, nos sentamos en el sofá frente al
cristal donde exponían al viejo.
Me
pareció verlo sonreír a él también.
miércoles, 22 de febrero de 2017
DOSCIENTAS CINCUENTA PESETAS
El ágora de mi barrio se llamaba
Domino´s. Era una pequeña cafetería situada en una esquina apenas a cincuenta
pasos de mi portal. Allí se reunían, nos reuníamos, desde jubilados que, chato
de vino mediante, solucionaban sus rencillas, y creaban otras nuevas, a secos
golpes de fichas de dominó sobre la mesa, hasta niños como yo –dejemos a un
lado el eufemismo ‘adolescente’, era un puto crío chulo y mucho menos listo de
lo que me creía- que a la tranquila hora del café trataba de que le pusieran a
su banda de rock favorita, y a veces lo conseguía porque a la parroquia le
hacía gracia tener al pequeño rebelde sin causa pululando por allí.
No es momento, ahora que me acerco
peligrosamente a los cuarenta, de valorar lo adecuado o no de mi actitud, de
poner en la balanza las cosas que hice, dije y pensé. El hecho de juzgar a un
niño de quince años es peor que cualquier veredicto de culpabilidad que pueda
recaer sobre éste. Ya he dicho, y en estos años de mi vida es cuando por
primera vez lo estoy admitiendo, que era un jodido crío más chulo de la cuenta,
pero del mismo modo que podía pelearme, y dar una paliza, a otro chaval sólo
porque me pisara los zapatos, también podía esperar en el suelo, junto a un
anciano que se había caído y no podía levantarse, a que llegar la ayuda
profesional requerida, y cuando aquella persona me daba las gracias y decía que
mi comportamiento era para estar muy orgulloso, hacía como que no tenía
importancia y me marchaba caminando seguro sobre mis botas hasta donde nadie
pudiera verme, para llorar porque mis padres jamás hubieran sido capaces de
verme de ese modo.
Pero uno no se encontraba con esas
situaciones cada día, y era más habitual la vertiente bravucona de mi actitud.
Es curioso como aquel día, aquella situación, que sobre el papel no es la más
sorprendente, arriesgada ni curiosa que me ha pasado en la vida, permaneció
durante tantos años en mi retina, en mi memoria reciente. Cinco, diez, quince
años después, era una imagen nítida y un diálogo alto y claro que recordaba
como si no hubiera pasado el tiempo, a pesar de que no había tenido la más
mínima relevancia en el transcurso de mi existencia. Pero el problema que dio
lugar a esa escena que no logro borrar de mi memoria se remonta a un mes antes
de la misma.
Aunque todos nos llevábamos bien, o al
menos esa era la imagen que queríamos dar, la parroquia del Domino´s estaba
claramente dividida como tristemente lo está cualquier colectividad: por
estratos sociales. Por un lado, los VIPS o beautiful
people, como los llamaba cariñosamente sin que ellos lo supieran (los
abogados, ingenieros y banqueros que tomaban café allí) y, por otro, los currelas
(albañiles, reponedores de supermercado, militares de bajo rango y un servidor
que, aunque estudiante, se identificaba más con ellos, supongo que por no tener
un duro y porque me recordaban a mi padre). No existía ningún tipo de
segregación a la manera de los autobuses americanos de antaño, era normal
encontrarnos a todos juntos y revueltos, contando chistes o comentando las
noticias, pero las diferencias estaban ahí, y cuando coincidían varios de los
miembros de un estrato sin testigos del otro bando se hablaba, se criticaba con
más o menos crueldad, con más o menos ironía. Era algo que se sabía y se
aceptaba, o al menos, eso pensaba yo.
Una tarde, el dueño de la cafetería
cometió un error que, por tópico y repetitivo, sentaba especialmente mal a los
de mi calaña. Aunque el ochenta por ciento de sus ingresos se sustentaban en el
gasto de los currelas, trataba mejor
a la beautiful people. Como la chusma
nunca hemos sido de mendigar piropos y caricias, aunque fuera un secreto a
voces hacíamos como que no nos dábamos cuenta. Mientras hubiera cerveza fría,
lo demás no importaba. Pero, como digo, una tarde el dueño se equivocó, y uno
de los currelas, que ya venía con la
escopeta cargada por razones que ahora no vienen al caso, se lo explicó de
manera que lo entendiera a la primera y nunca lo olvidara. Y ese vine a ser yo.
Bebimos. Bebimos mucho, como era
habitual, tanto la zona VIP como la chusma. Todos juntos, pasándolo en grande,
como casi siempre. El alcohol hace amigos, esto es así. No recuerdo el día
exacto, pero sí que fue una de esas tontas jornadas entre semana. Fuimos
llegando de uno en uno, cada uno al salir de su trabajo o terminar sus quehaceres
y, en un momento dado, a las diez de la noche, o incluso antes, de aquel
miércoles o jueves de noviembre, acabamos cantando y bailando, alguno incluso
subido a la barra. No niego que quien presenciara el espectáculo podía no
volver a poner el pie allí si lo que buscaba era leer tranquilamente el
periódico mientras tomaba un café, y es cierto que un par de desconocidos se
fueron con mala cara, pero el tener que soportarnos no fue gratuito y llegar a
ese estado de exaltación supuso un cruento incremento del beneficio de la
cafetería. Está claro que cada cual decide sobre su negocio, y si el dueño
prefiere sacrificar cierto beneficio económico a favor de un ambiente
tranquilo, es decisión suya. Como clientes a quienes siempre se nos trató bien,
nos hubiéramos disculpado –lo que hicieron todos excepto yo, ahora diré por
qué- y hecho como si no hubiera pasado nada. El problema no era ese, sino que,
al día siguiente, nos fue llamando uno a uno para cantarnos las cuarenta, pero
sólo a los currelas: ninguno de los
abogados, banqueros e ingenieros que cantaron y se subieron a la barra fue
llamado al orden. No sé por qué los demás lo aceptaron, yo se lo expliqué
claramente.
Debo admitir que, tal vez, en otro
contexto, hubiera sido de otro modo, hubiera aceptado el estigma de la clase
baja, como llevaba quince años haciendo y haría durante veinte más, aunque aún
no lo sabía. Pero quiso la casualidad que aquella mañana tuviera lugar uno de
los ataques de ira de mi madre, que empezaba a llorar, gritar y maldecir sin sentido,
pidiendo morirse o que nos muriéramos mi padre y yo y la dejáramos tranquila, y
no estaba especialmente comprensivo ni comunicativo cuando llegué al Domino´s
y, antes de poder si quiera pedir un café, mi presencia fue requerida en el
almacén, donde junto a Juan el albañil y Pedro el limpiacristales, fui
recriminado por el dueño por el espectáculo del día anterior. Bien, no le
faltaba razón y los tres nos disculpamos. Al poco yo me retractaría, como ya he
dicho. Esto fue debido a que, al salir, esperé en la barra a que llamara
–supuse que, por alguna razón, nos separaba en grupos- a Manolo, un ingeniero
cocainómano, a Joaquín, un teniente de la marina ‘jubilado’ por alcoholismo y a
Carlos, un abogado que tenía un lío con la mujer de Manolo, algo que sabíamos
todos menos el afectado. Los tres habían cantado y reído con nosotros el día
antes y los tres estaban allí, leyendo tranquilamente la prensa y tomando café.
Viendo que no eran llamados, pregunté a Joaquín si les habían dicho algo de lo
del día anterior. Nada, ni siquiera un mal gesto al verlos. En ese momento el
dueño servía unas mesas en la terraza y salí sin pensarlo.
-Oye, date prisa en reñir a estos tres,
o se van a trabajar –tanteé.
-No des más por culo, anda, que bastante
aguanté ayer –me respondió.
Error.
-Me parece que te estás columpiando. A
ver si te vas a llevar un susto.
No creo que le preocuparan mis palabras,
que sonaban bastante a amenaza, pues no pegué el estirón hasta un año y medio
después, y era un chaval bastante bajito y regordete, lo que infundía a mis
rivales un exceso de confianza que solía costarles un par de dientes. Pero si
no miedo, desde luego no le hizo gracia el tono en que le hablé, y menos aún
siendo la escena presenciada por varios clientes, unos habituales y otros de
paso, rostros que jamás habíamos visto.
-Mira niñato –me respondió-, ahora los
mayores estamos trabajando, así que no des por saco y vete a jugar a otro
sitio.
Siempre he sido muy visceral y me he
movido por impulsos, y no sé hasta qué punto había terminado de pronunciar sus
palabras cuando ya había por el suelo varias mesas y sillas de su terraza.
Quienes estaban tranquilamente sentados se levantaron; quienes me conocían
esperaron para ver en qué acababa todo, quienes no, salieron corriendo. Los que
estaban en la barra se asomaron a la puerta.
-¡Pero tú estás loco! –me inquirió el
dueño. Esa exclamación se me había hecho tan habitual como que me preguntaran
la hora o me pidieran fuego. No obstante, mis amigos me llamaban el Paranoias.
-Ahora que te ayuden a recoger los que
tienen la borrachera de mayor calidad, ya que sus cantos y sus gritos parecen
no molestarte. Si los demás no tienen dignidad es problema suyo –dije
refiriéndome al albañil y al limpiacristales que, probablemente, no tenían ni
idea de lo que estaba diciendo-, pero yo no pongo un pie más aquí. Retiro la
disculpa, y que sea la última vez en tu puta vida que me llevas aparte para
reñirme, tú no eres mi padre, tú no le llegas a los tobillos a mi padre. Si
tanto te molesta nuestra actitud, deja de servirnos, pero no agarres el dinero
para venirnos lloriqueando al día siguiente. Eres un puto miserable de mierda.
Si alguien cree que no soy capaz de
empeorar aún más dicha situación, es que no me conoce lo más mínimo. Fue un mes
después, concretamente la tarde del veinticuatro de diciembre, para alegrar las
fiestas a todos. Primero debía estar un tiempo sin pasar por allí, no para
calmar las aguas –yo era del barrio, quien tuviera un problema conmigo sabía
dónde encontrarme-, sino porque quería que lamentara perder ingresos. No creo
que le afligiera mucho, pues fui el único con la dignidad suficiente para no
aceptar aquella injusta reprimenda (o a lo mejor el más cabezón, que no lo
niego), pero al menos mi plan de alterar el día a día de la cafetería salió en
cierto modo bien, de manera inesperada. Según me comentaron días después, se
había abierto una brecha entre currelas
y beautiful people que hacía que la
tensión en el ambiente se pudiera cortar con un cuchillo. Si había conseguido
que todos estuvieran tensos y, por ende, que agradara menos estar allí, algo
era algo. Pero siempre fui de meter el dedo en la llaga (y añadir sal y
agitarlo), así que, como digo, me planté allí un mes después movido por la
insolencia que me brindó el alcohol consumido en otro local. Sólo iba a tomarme
una cerveza para después meterme en la cama hasta la hora de salir por la
noche. Mi padre estaba en casa de su hermana y mi madre con sus neuras, luego no
habría cena de Nochebuena en mi casa, lo que me alegraba, nunca he soportado
esas pantomimas.
-¿Puedo tomarme una cerveza?
Pensaba entrar sin preguntar, pero todo
el mundo me miró al abrir la puerta y tenía que decir algo para contener la
risa, o ya iba a ser demasiado esperpento.
-Puedes tomarte lo que quieras –me dijo
el dueño, tras la barra-, sólo te pido que no montes ningún espectáculo.
-¿Cuándo he montado yo un espectáculo
–respondí ya sentado en un taburete-, con lo majo que soy?
Él nunca admitió su error aquella tarde,
por lo que yo tampoco pensaba disculparme por nada. Cada uno disfrutó de sus
cinco minutos para humillar al otro y la vida seguía. Debo admitir que, aunque
mis pasos me llevaron allí para provocar y caldear el ambiente, enseguida me
sentí cómodo. La realidad es que aquella había sido mi oficina durante un par
de años largos y estaba a gusto allí. Enseguida comencé a contar chistes con
mis currelas e incluso algún beautiful people me preguntó qué había
sido de mí, por dónde andaba y eso. En un momento dado, sonó una canción
bastante popular por entonces que decía algo así como ‘me llaman el
desaparecido’, y todo el mundo me miraba y se reía mientras cantaba y bailaba.
Era la tarde de Nochebuena y había mucho ambiente. Lástima que uno tuviera que
destacar y se pasara de listo.
-Míralo, el beautiful people, el jet set, ahí está, como si nada.
Era Carlos, el abogado que se zumbaba a
la mujer del ingeniero, un gilipollas que no me había caído bien ni un solo
minuto desde que lo viera entrar al Domino´s por primera vez. Se conoce que a
raíz de la que monté, el tema de los
currelas y la beautiful people
dejó de ser tabú. También era casualidad que tuviera que tocarme los cojones
precisamente él. Lo miré sonriendo y decidí no hacerle caso.
-El jet set, hay que joderse, míralo,
qué chulico.
No me hablaba a mí directamente, sino al
aire, demostrando lo machote que era delante de las amigas de la cornuda de su
novia. Volví a mirarlo, pero esta vez mi sonrisa le recomendaba entre líneas
que no diera un paso en falso si no quería arrepentirse.
-Ponme una birra, que soy de la jet set
y muy beautiful –dijo al dueño.
No se la habían servido todavía cuando
lo tiré al suelo de un cabezazo en pleno rostro. Dudo mucho que volviera a
ponerse aquella camisa blanca, roja ahora. No contento con aquello, volví a mi
sitio, agarré con fuerza mi botella de cerveza, a la que quedaba más de la
mitad, y dije en voz alta:
-No pienso irme hasta que me la termine.
Y si a alguien le supone algún problema, juro que se la rompo en la cabeza.
-Estás por encima de toda esta mierda.
No deberías beber tanto, saca lo peor de ti –escuché.
La voz me resultó familiar, pero en un
primer vistazo no logré ubicar a aquel desconocido. Tendría alrededor de
cuarenta años. Era una cabeza y media más alto que yo, canoso y, aunque de
complexión normal, con algo de barriga que su camisa entallada disimulaba
bastante mal. No le olía el aliento a alcohol, aunque parecía algo desorientado.
Me pareció, en suma, un pobre diablo, un lobo solitario que vagaba de bar en
bar la víspera de Nochebuena, y por eso no le partí la cara.
-Retiro lo dicho –respondí-. Queda mucha
cerveza en la botella como para perderla por cerrarle la bocaza.
-No me hables de usted, que aún no tengo
cuarenta –respondió.
-Ni de usted, ni de tú: simplemente no
pienso hablarle. Haga el favor de largarse, que está tentando demasiado su
suerte.
Salió de allí cojeando levemente y,
hasta hace pocos días, no volví a saber nada más de él. Habían pasado más de
veinte años y no dudé un segundo de quién se trataba cuando volví a tenerlo
delante. Bueno, algo así.
Hará quince días comenzó una de mis
rachas, nada que me pillara por sorpresa teniendo en cuenta que, con poco más
de treinta y cinco años, llevo perpetrados cuatro intentos de suicidio –hasta
eso se me ha dado mal, por fortuna, supongo-. Mi empresa dejaba atrás la crisis
económica en que desembocó la burbuja inmobiliaria, pero lo hacía poco a poco,
con mucha prudencia. Por ello, aunque la carga de trabajo iba en lento ascenso,
yo continuaba trabajando 25 horas semanales, tren de vida que podía permitirme
al vivir en un ínfimo estudio de alquiler en mitad del campo, un dormitorio con
cocina y baño que me salía prácticamente regalado. Nuevamente me invadía la
sensación de que tenía que hacer algo, poner orden en mi vida. Nada que no
hubiera sentido veinte veces a lo largo de los últimos veinte años. Prepararme
una oposición, retomar la universidad, donde tenía dos carreras a la mitad,
montar mi propio negocio –una cafetería o una correduría de seguros, pues de
poco más entendía y a poco más podía dedicarme-. Estas rachas de incertidumbre
derivaban indefectiblemente en noches de insomnio: un par de días medio zombi,
analizar fríamente la situación, descubrir que no podía cambiar nada,
resignarme y continuar con mi sucedáneo de vida. Pero esta vez no fue así. Pasé
tres noches seguidas en vela. Por fortuna, de lunes a jueves trabajaba sólo por
las tardes, de manera que, cuando al fin lograba conciliar el sueño a eso de
las nueve de la mañana, tenía tiempo de descansar hasta las tres y media, hora
en que me iba a trabajar. Aquel jueves tampoco logré dormir, los tres
ansiolíticos que tomé –a las doce, dos y cuatro de la madrugada- nada
consiguieron. Los viernes trabaja sólo por la mañana, de ocho a una y media.
Aguanté el tirón con un par de cafés y charlando trivialidades con los
compañeros. Creía que iba a caer rendido al salir y ya regularía mi horario
durante el fin de semana, pero me equivoqué. A las cinco, harto de esperar una
reparadora siesta que no llegaba, me levanté y ordené la casa intentando hacer
tiempo sin dar muchas vueltas a la cabeza. Llegó la hora de cenar. Al acabar me
invadió esa maravillosa presión en las sienes que evidenciaba el inmediato
letargo, pero tras dos horas dando vueltas en la cama, volví a desvelarme. Vi
una película, seguía sin sueño y me senté en el salón a leer. Di buena cuenta
de una novela corta de William Kotzwinkle y levanté la persiana. Las siete y
media, de día. Salí a caminar por mi pueblo, me daba miedo coger el coche para
bajar a la ciudad. Regresé cerca de las doce, comencé la lectura de otra novela
y comí. Cuarenta y ocho horas despierto, creo que jamás me había sucedido.
Comencé a sentir que las paredes del estudio se cerraban sobre mí y, de
perdidos al río, me tomé un par de cafés, cogí el coche y bajé al centro. Una
de mis constantes inquietudes, que había que sumar a las cavilaciones sobre
volver a estudiar o emprender mi propio negocio, era la necesidad de un cambio
de domicilio. Llevaba diez años viviendo en un pueblo en mitad de la nada, y
estaba muy agobiado. Tal vez ver altos edificios y luces de neón me ayudaría a
sosegarme. La ciudad estaría viva, era el 23 de diciembre y todos ultimarían
los detalles de las celebraciones de los dos días siguientes. Aparqué detrás de
la Biblioteca Regional de Murcia para sacar un par de libros y películas antes
de volver a casa, y comencé a caminar hacia el centro. A los cinco minutos
empecé a sentirme mal. Un fuerte zumbido me impedía escuchar nada, las piernas
me temblaban y fijé todo mi esfuerzo en llegar a un banco que, aunque apenas a
diez metros de mí, parecía alejarse con cada torpe paso que lograba dar, supongo
debido al efecto alucinatorio del fuerte mareo que me poseía. Lo último que
recuerdo fue un tornado de luces rojas y verdes, y la decepción que me supuso
no ver pasar ante mis ojos toda mi vida, pues aunque no se trataba de un túnel
oscuro con una luz al final, di por sentado que aquella temblorosa amalgama de
luces que me envolvió era el final de todo.
A pesar de la desorientación, no tardé
mucho en ubicarme: estaba en Cartagena, mi ciudad natal, de la que me había
marchado hacía más de diez años. ¿Cómo, por qué, con quién había hecho esos
setenta kilómetros que me separaban de mi estudio en mitad de la huerta
murciana? Me incorporé, había despertado tumbado en un banco de la barriada
Urbincasa, muy cerca de Los Juncos, barrio en el que me crie y pasé los
primeros años de mi compleja existencia. Esperé unos minutos por si alguien que
hubiera estado velándome había ido a por agua o ayuda, pero nada sucedió.
Llevaba la misma ropa que al salir de casa y mi cartera con toda la
documentación y el dinero. Viendo que nadie me abordaba, me levanté y caminé
hacia mi barrio, supongo que buscando cierta familiaridad, aunque de manera
absurda: soy hijo único, mis padres murieron y nada quedaba allí que tuviera
que ver conmigo, pues vivíamos de alquiler y otra familia ocuparía el que había
sido nuestro hogar. Antes de adentrarme en los viejos edificios de mi barriada,
paré a tomar un café y algo de comer en una confitería. Pedí un asiático, café
típico de mi tierra, y un bollo de crema. Abrí el periódico al azar, por una de
sus páginas centrales, y comencé a leer una noticia por la mitad del texto. No
me interesaba lo que dijera, era por hacer algo que no fuera quedarme mirando
un punto fijo de la pared. Hablaba de Felipe González y José María Aznar. Joder
con las putas momias, pensé, a ver si se los traga la tierra de una vez y
miramos hacia delante. Saqué mi billetera y pregunté cuánto debía.
-Doscientas cincuenta pesetas –respondió
la chica tras el mostrador.
Saqué un billete de cinco euros y lo
puse sobre la barra, sujeto bajo un cenicero. No fue hasta que la chica se giró
y se quedó mirando extrañada ora el billete, ora a mí, que caí en la cuenta de
que algo no cuadraba.
-¿Perdón? –dije confuso-. ¿Cuánto ha
dicho?
-Doscientas cincuenta pesetas –insistió.
-O sea –respondí titubeando-, un euro y
medio.
-¿Cómo dice? –ahora era ella quien se
mostraba confundida.
Abrí el periódico de nuevo y lo que vi,
sumado al hecho de mi extraño despertar tan lejos del último punto en el que me
recordaba, me hicieron creer que estaba siendo víctima de una broma de cámara
oculta. Aquel ejemplar del periódico La Opinión estaba fechado el 24 de
diciembre de 1993. Un simulacro de risa abandonó mi cuerpo aunque, en el fondo,
estaba bastante nervioso.
-Venga, va –dije al fin-, ¿de qué va
esto? Lamento deciros que hace años que vivo sin televisor. ¿Todavía existe el
‘Inocente inocente’?
Comencé a mirar alrededor, intentando
dar con la cámara que filmaba mi desconcierto.
-Son doscientas cincuenta pesetas
–insistió la chica, bien metida en su papel.
Mientras seguía buscando la cámara
oculta, sonó la campanilla de la puerta. Un niño de apenas once años se acercó
al mostrador y se dirigió a la chica.
-Dame tres barras de las que se lleva
siempre mi madre.
A punto estuve de vomitar cuando escuché
su voz, y de caer al suelo al verlo. Era Juan, el Johnny, le decíamos. El hijo
pequeño de Carmela, la de la mercería de mi barrio. Estaba exactamente igual
que veintidós años atrás. Sólo entonces caí en la cuenta de que la calle que se
mostraba ante mí tras los cristales de la confitería no era posible. Era mi
barrio y, al cruzar la carretera, se encontraba la iglesia donde hice mi
Primera Comunión, pegada a la guardería a la que asistí hasta los cinco años.
Los coches, muy antiguos, ahora me daba cuenta, cruzaban frente a mis ojos de
lado a lado, por una calle que, estaba seguro, llevaba cinco años siendo
peatonal; y mi guardería tampoco debería estar allí: hacía tres años que su
lugar lo ocupaba un supermercado Día. Di un traspiés y me dirigí de nuevo a la
chica.
-¿Qué cojones ocurre?
Ella me miró muy asustada, no había
nadie más en la confitería salvo ella, el Johnny y yo.
-Señor, por favor, cálmese.
Muy agitado abandoné el local y me
dirigí al borde de una carretera que ya no debería estar allí. Comenzaba a
oscurecer y las luces navideñas que cruzaban la calle por lo alto se
iluminaron. No entendía lo que sucedía. Lo sabía, pero no lo entendía, no tenía
ningún sentido. Decidí alejarme de mi antigua casa, podía… Dios, era macabro
tan sólo pensarlo: podía cruzarme conmigo mismo, o con mis difuntos padres.
Bordeé los tres bloques de casas viejas
y amarillas que conformaban mi antiguo barrio y me vi frente al Domino´s, que
tampoco debería existir ya. Al principio quedé paralizado por el miedo, pero en
un arrebato de sentido común, impropio de aquella situación, caí en la cuenta
de que tenía veintidós años más, y muy difícil sería que me reconocieran. Y,
mientras daba vueltas a todo aquello, fui consciente de lo que significaba el
día y la hora que era, por lo que no me sorprendió el alboroto que llegó del
interior de la cafetería, cuya puerta estaba abierta. No tengo muy claro por
qué lo hice, supongo que me dio miedo romper el círculo. Al entrar vi a un
joven sentado en la barra frente a un tercio de cerveza a la mitad.
-No pienso irme hasta que me la termine.
Y si a alguien le supone algún problema, juro que se la rompo en la cabeza
–dijo dirigiéndose a la concurrencia.
-Estás por encima de toda esta mierda.
No deberías beber tanto, saca lo peor de ti –dije a un joven que acababa de partir
la cara de un cabezazo a un pobre diablo que se retorcía de dolor en el suelo.
No había visto la escena (en todo caso, la había visto veinte años atrás, desde
otro ángulo), pero sabía lo que había sucedido.
-Retiro lo dicho –respondió el joven-.
Queda mucha cerveza en la botella como para perderla por cerrarle la bocaza.
-No me hables de usted, que aún no tengo
cuarenta –respondí.
-Ni de usted, ni de tú: simplemente no
pienso hablarle. Haga el favor de largarse, que está tentando demasiado su
suerte.
Me conocía lo suficiente como para saber
que insistir me costaría un par de dientes, aunque no sé quién se los rompería
a quién. Y aunque la situación era el sueño de cualquier científico (¿qué
ocurriría si nuestros cuerpos se tocaran? ¿Me desaparecerían los dientes si se
los rompía a mi yo de quince años?) decidí alejarme de allí.
Caminé horas en silencio, pensando.
Finalmente, tuve claro que no advertí a aquel imprudente chaval por no romper
el círculo. Estaba escrito que tenía que pasar: veinte años atrás recibí mi
propia visita, y veinte después ese joven alocado volvería a verse consigo
mismo. Me convencí de que la escena llevaba eones repitiéndose, y que tenía un
motivo que acababa de descubrir. ¿Cuál de aquellos era yo, el que descubría la
causa última de todo? ¿El quinto, el milésimo, el tresmillonésimo? Cada segundo
se repite eternamente. ¿Por qué aquella teoría nietzscheana siempre me había
parecido acertada, a pesar de lo poco que, en general, me interesaban y preocupaban
aquellos temas? Una energía superior, un desequilibrio de fuerzas, un
discontinuo espacio-temporal me ponía allí cada veintipocos años, intentando
enderezar el rumbo. Supongo que le sucedería a alguien más, tal vez a millones
de personas en todo el mundo. ¿Y ahora qué? ¿Volvería a despertar en mi
fracasada existencia de 2015? No, no tendría sentido ponerme tan cerca de la
solución sin darme la oportunidad de hacer algo. Aunque está claro que la vez
anterior no hice nada. Mejor dicho, mi otro yo no hizo nada, pues yo era
entonces el adolescente. No volví a verlo jamás, y mi vida era la que era. ¿Y
si me quedaba? ¿Y si lograba acercarme al joven atolondrado y meterlo en
cintura? Un adolescente es fácilmente impresionable, y yo era quien mejor lo
conocía, no debería costarme ganarme su confianza. Iba a intentarlo, decidí,
siempre y cuando pudiera quedarme allí, pues no sabía, no lograba entender qué
suerte de orden nos llevaba adelante y atrás en el tiempo.
Mi dinero no servía de nada aún, y no
podía usar mi D.N.I., expedido diez años después de la fecha en que me
encontraba. Recordé el viejo puente de la rambla, bajo el cual las parejas de
adolescentes buscaban la intimidad que no les daba un coche, la tranquilidad
que no podían pagar en un hotel. Callejeé toda la tarde por una ciudad
prácticamente desierta hasta las doce y media de la noche por el carácter
familiar de la fecha y, a eso de las cuatro de la madrugada, sigilosamente para
no incomodar a la pareja que se entregaba a sus instintos a unos metros de mí,
sin ser visto me acosté en un rincón. De dónde y cuándo despertara dependería
el resto de mi existencia. Y la de aquel joven impetuoso que, a pesar de la
tímida luz que brillaba en su interior, y que nadie hacía por ver, estimular o
intentar comprender, no hacía más que emborracharse, cerrarse puertas y
equivocar caminos, abocándose de este modo a una patética existencia que, por
no haberla pedido nunca, ni saber sobrellevarla con dignidad, varias veces
intentó concluir antes de tiempo.
lunes, 20 de febrero de 2017
SIEMPRE A TU LADO
La terrible desgracia de Amanda se
vio amortiguada por los recursos de que la pareja disponía. Antes de ser asesor por cuenta propia de los
principales grupos empresariales de la región, Romero, su esposo, fue
interventor de tres grandes sucursales bancarias de la ciudad y director de la
oficina central de la primera aseguradora del país, por lo que apenas con lo
que solía llevar encima en efectivo por si tenía que comer o cenar fuera de
casa podía pagar a cinco personas que estaban veinticuatro horas al día a su
servicio. El personal dormía en la primera planta. Antes del accidente la
señora Gerónima ocupaba la planta baja mientras Romero, Amanda y Jaime, hijo de
ambos, hacían su vida en la primera, pero hubo que permutar por causas de fuerza
mayor. La señora Gerónima limpiaba y cocinaba, además de cuidar del pequeño
Jaime, de dos años; el señor Julián cuidaba el jardín y arreglaba cualquier
desperfecto, desde cambiar una bombilla hasta reparar tuberías, a cualquier
hora del día o de la noche; y Mariela, Carmen y Sofía, enfermeras, rotaban en
turnos de ocho horas para atender constantemente a Amanda. A primera hora de la
mañana, antes de entrar en la habitación de Amanda –Romero quiso que una de
ellas durmiera junto a su esposa, pero ésta se negó, como se negó a dormir con
él, como se negó a tantas otras cosas-, comprobaban, más por rutina que por
necesidad, que ningún mueble se había movido del sitio en el que fue colocado
poco después del accidente para evitar interponerse en el movimiento de la
silla. No dejaba de ser absurda esta ocupación, pues Amanda llevaba casi un año
postrada en la cama, negándose a usar la silla, considerándola una limosna que
la vida le daba. Después entraban en la habitación y recorrían visualmente la
piel de Amanda en busca de llagas o úlceras. Para evitar esto la cambiaban de
postura varias veces al día. Posteriormente procedían al control del catéter,
una cuidadosa limpieza con jabones asépticos, masajes y fisioterapia pasiva.
Para finalizar el ritual matutino le daban el desayuno y ponían el supositorio
para facilitar la defecación, lo que hacían veinte minutos después de cada
comida.
Las primeras semanas Romero quiso
que Amanda fuera visitada regularmente por un psicólogo, pero éste dejó de
asistir a su cita semanal harto de aguantar los improperios de una paciente que
se negaba a aceptar la realidad y lo pagaba insultándole. Ella no lo
consideraba así, pensaba que era el psicólogo quien pretendía engañarla mostrándole
posibilidades irreales. Amanda no tenía nada personal contra él, entendía que
hacía su trabajo, pero quería que la dejara en paz, que saliera de su vida, eso
que los demás llamaban vida.
Romero pasó con ella cada segundo
del día durante el mes posterior al accidente. A partir de ese primer mes, los
segundos se convirtieron en minutos que fueron degenerando en horas hasta que
Romero delegó todo el cuidado de Amanda en sus asalariados. Romero protestaba,
reprochaba a su esposa que no valorara todos los cuidados que le prestaba desde
el accidente. Sin embargo, aquel matrimonio hacía aguas que Romero no quiso o
no supo ver desde mucho antes.
***
Cuando Amanda quedó embarazada, de
inmediato Romero contrató a Gerónima, algo que le supuso una suerte de
tranquilidad pues era de los pocos hombres de su círculo que no tenía
asistenta, lo que parecía colocarlo un escalón por debajo del resto aunque
todos conocían de sobra su potencial económico. Amanda agradeció el gesto,
cuando ella misma se negó a tener asistenta tras su matrimonio, pues de este
modo podría volver a trabajar.
-¿Para qué demonios quieres
trabajar? –preguntó Romero-. ¿Acaso te falta algo? Con lo que gano tienes más
de lo que nunca pudiste soñar.
-No se trata del sueldo, cariño
–respondió Amanda-. Es el trabajo en sí lo que necesito.
-Vamos, vamos –dijo Romero con una
condescendencia que irritó a Amanda-, no tienes que demostrar nada a nadie.
-Pero si no quiero dem…
-¡Basta ya de tonterías! –atajó
Romero en seco-. La madre de mi hijo no va a trabajar porque no tiene necesidad
y no me sale a mí de los cojones. Y punto.
***
Jaime, un precioso bebé de dos
meses, dormía en su cuna mientras Romero y Amanda miraban el televisor. Él,
sentado en un sillón con los pies sobre un taburete forrado en cuero. Ella,
tumbada en el sofá. Era la hora de las noticas, y la sección de sucesos
arrancaba con un escalofriante titular: una mujer había sido asesinada a golpes
con una bombona de butano en Cartagena. El homicida, pareja sentimental de la
víctima, era un camarero cocainómano que chantajeaba al propietario de su
último trabajo por haberlo tenido unos días a prueba sin contrato.
-Y todavía te quejarás –comentó
Romero a su mujer sin dejar de mirar el televisor-. Perfectamente podrías haber
acabado con uno de esos. Tendrías que ser más agradecida con lo que tienes.
***
Cuando se conocieron, Amanda era
jefa de comerciales de la oficina que en la ciudad tenía la segunda
inmobiliaria del país. Apenas pisaba la oficina un par de veces por semana para
revisar el correo y aclarar las dudas que sus catorce subordinados pudieran
tener. Su trabajo estaba a ras de calle, visitando viviendas para su
adquisición, mostrando otras para su venta, acompañando al potencial cliente a
bancos y corredurías para que fueran asesorados en materia de crédito y
seguros, actividad esta última que le proporcionaba unos emolumentos en forma
de comisión que casi igualaban, cuando no superaban, su nómina. Tras la boda se
dejó convencer por Romero para reincorporarse al trabajo sólo a media jornada,
lo que ocasionó un descenso no sólo salarial sino de estatus, pues las normas
internas de su empresa exigían que
cualquier cargo con responsabilidad sobre subordinados se ejerciera a jornada
completa. «No creas que no agradecemos todo lo que has hecho estos años
–explicó su superior-, pero si diriges un equipo de personal, tienes que estar
siempre disponible. Sé que a día de hoy es políticamente incorrecto decirlo,
pero estamos en confianza: la realidad es que las cargas familiares y las
laborales no se llevan bien». Necesitaba compensar esa media jornada de
inactividad y prohibió terminantemente a su marido cualquier tipo de asistencia
en casa.
-No soy una inválida –recordaba ese
comentario como si lo hubiera pronunciado el día anterior-, es mi casa y puedo
llevarla.
-¿Por qué no sales a entretenerte
con tus amigas? Mis socios no entienden tu empecinamiento en complicarte la
vida.
-Sería feliz si tan sólo lo
entendieras tú.
***
Salvo error, que sonara el teléfono
a las tres de la madrugada de un martes no era buena señal.
-Gracia, deprisa, venid al hospital.
Gracia sintió que a su yerno le
faltaba el aire entre palabra y palabra y el término ‘hospital’ no auguraba
nada bueno.
-¿Romero, hijo, qué ocurre?
-Habitación 204. Venid, deprisa
–dicho lo cual colgó sin dar opción a más preguntas.
Había una fila de ocho sillas de
plástico blanco vacías, pero Romero estaba sentado en el suelo cuando los
padres de Amanda llegaron al hospital. Los miró sin decir nada, Gracia y su
marido entendieron que era absurdo preguntar, su yerno estaba presente sólo en
cuerpo, con su espíritu divagando por los más oscuros rincones del
subconsciente. El doctor salió al pasillo, confirmó –cosa que intuyó nada más
verlos- que Gracia y su marido eran los padres de Amanda y dio sin rodeos la
noticia: Amanda había sufrido un accidente de tráfico y jamás volvería a
moverse de cuello para abajo.
***
Finalmente quedó embarazada. Siempre
quiso ser madre, pero lo tenía planeado para unos años después, pues antes
quería ver cumplidas ciertas expectativas que consideraba no incompatibles,
pero sí más complicadas, con la maternidad. Romero respiró tranquilo cuando el
embarazo se confirmó.
-Menos mal, a ver si te dejas ya de
tonterías y empezamos a parecer una familia –fue todo lo que dijo al conocer la
noticia.
Amanda tardó en asimilar la nueva
situación, pues muchos de sus planes se iban al traste y había tomado todas las
precauciones habidas y por haber para evitar el embarazo. Cuando descubrió dos
preservativos con claros indicios de sabotaje en su envoltorio –ínfimos puntos
del diámetro de una aguja- comenzó a entender no sólo el embarazo, sino muchas
otras cosas. Dejó de verle la gracia a aquella broma que tanto repetía con sus
amigas: la vida de casada está bien al principio. Luego ya, cuando sales de la
iglesia…
Cogió una excedencia en su trabajo y
Gerónima fue contratada. Ambas cosas se suponían temporales, pero nunca volvió
a su trabajo y Gerónima comenzó a dormir en su casa tras el parto, en la
habitación donde se encontraba la cuna, que no era la del matrimonio.
-Esto no tiene sentido. Si mi hijo,
nuestro hijo, llora, quiero levantarme y ver qué le pasa –rogaba Amanda.
-¿A las tres de la mañana? De
verdad, a veces no entiendo cómo dices tantas estupideces.
***
-Mira cielo, estas son Mariela y
Carmen –anunció Romero-, y esta noche conocerás a Sofía, que ahora está
descansando.
Las dos enfermeras sonrieron e
inclinaron levemente la cabeza.
-Siempre tendrás a una de las tres
cerca de ti para cualquier cosa que necesites. Además, he hablado con Julián y
se va a instalar aquí, junto a Gerónima, en la primera planta. Nosotros nos
quedamos en el bajo. En realidad así es mejor, es más seguro para Jaime, no
vaya un día a caerse por las escaleras.
Sonrió nervioso, sintiendo que tal
vez el último comentario estaba de más, como le confirmó la mirada de reproche
de las enfermeras. Amanda no dijo nada, incapaz de pensar en otra cosa que no
fuera el hecho de que su cabeza estaba condenada a vivir cosida a su cadáver.
***
El pequeño Jaime iba a cumplir seis
meses cuando estaba a punto de expirar su período de excedencia. Le dio la
mañana libre a Gerónima y marchó con el pequeño a sus antiguas oficinas.
-¡Ay, por Dios, qué cosa más bonita!
–exclamo Cari, la recepcionista, en cuanto la vio entrar.
-Sí –reía Amanda-, está mal que yo
lo diga, pero es precioso. ¿Está Ginés por aquí?
-Claro, un segundito y lo aviso.
Pulsó un pequeño botón rojo del
teléfono, anunció la visita de Amanda y, tras escuchar a su interlocutor, se
dirigió a ésta:
-Pasa guapa, tiene muchas ganas de
verte.
Ginés era Director de Recursos
Humanos desde hacía más de diez años, y fue quién la descendió tras su
maternidad por entender que no podría seguir ejerciendo ningún tipo de
responsabilidad sobre su equipo de ventas.
-Hola Amanda, preciosa, pasa. ¿Pero
quién es este niño tan guapo?
El pequeño Jaime reaccionó con
jolgorio a los aspavientos de Ginés, moviendo alegremente los brazos mientras
emitía pequeñas carcajadas.
-Uy, qué espabilado es. Seguro que
el día de mañana es tan capaz y audaz como su padre.
Ginés y Romero habían estudiado
juntos el bachillerato y la carrera de económicas y seguían en contacto. De
hecho, Ginés era de aquellos que bromeaban diciendo a Romero que se había
casado con la Pasionaria.
-Su madre también ha hecho por
elevar la cifra de ventas de alguna empresa –respondió Amanda sin poder evitar
cierto enojo.
-Claro que sí, guapetona. Mientras
pudiste trabajar admito que fuiste de lo mejorcito que hemos tenido por aquí.
-Entonces te alegrará saber que
vuelvo. Necesito un poco de acción.
-¿Cómo que vuelves? ¿Y esto qué?
–respondió Ginés señalando al niño en su silleta.
-Esto se llama Jaime –dijo Amanda
sin molestarse mucho en camuflar su irritación-, y no supone ningún problema.
De hecho, quiero volver a mi primer puesto, a jornada completa con mi equipo.
¿Siguen los de siempre? –añadió con nostalgia.
-A ver, a ver, vamos por partes
–Ginés obvió la pregunta-: tienes un hijo y un marido que gana lo suficiente
como para que vivan con comodidad tres o cuatro familias. ¿Quieres volver? ¿Y a
jornada completa?
-No, Ginés, no quiero volver:
NECESITO volver –respondió enfatizando sus palabras-. Yo no valgo para estar
encerrada en casa.
-¿Y quién ha dicho que no trabajar
implica un encierro? Sal con tus amigas, haz cursos, no sé, de costura o
pintura. Lee, haz ejercicio. ¡Tienes mil posibilidades!
-No pienso tirarme en el sofá con
una revista mientras la asistente cuida de mi hijo. Para eso yo misma lo haría.
-Pues claro que sí, guapetona, si de
eso se trata. Esta empresa tiene mucho que agradecerte tras tus años productivos,
pero ahora ha llegado un punto y aparte y te debes a otros menesteres. ¿O
quieres que tu hijo sólo te vea un rato por las noches?
-Mayormente ése es el tiempo que ve
a su padre.
-Pero no compares, guapísima: él
tiene muchísimas responsabilidades. Ya le gustaría poder pasar más tiempo
contigo y el niño, pero de su trabajo dependen las ganancias de muchas
personas.
Amanda pronunció el presentimiento
que súbitamente se adueñó de ella:
-¿Has hablado con él?
-Claro que no, preciosa. Bueno, es
cierto que nos vemos de vez en cuando, pero no me había comentado nada de esto,
por eso me he sorprendido cuando me has dicho de volver al trabajo. Pensaba que
era una visita de cortesía, para conocer al pequeño.
-¿Seguro que no te ha dicho que
quería reincorporarme? Porque mira que tuvimos una buena gresca por eso.
-Algo me comentó, pero vamos, nada
importante. Te garantizo que él no le da mayor importancia y no está enfadado
contigo. Sólo quiere tener una familia normal, como cualquiera.
-Mira, ya está bien –zanjó Amanda-.
Si no me quieres como jefa de equipo, de acuerdo, ya lo asumí una vez y no me
cuesta trabajo. Pero el viernes termina la excedencia y si algo tengo claro es
que el lunes a las nueve estoy aquí, en calidad de auxiliar administrativa o de
lo que sea.
-¿Pero a cuento de qué sales ahora
con la excedencia? Yo pensaba que eso estaba ya aclarado.
-¿De qué coño hablas? –inquirió
Amanda perdiendo la paciencia.
-Pues que la excedencia era una
jugada jurídica que te cubría las espaldas si algo salía mal. Ya le dije a
Romero que no era necesario, que siempre podrías volver mientras yo estuviera
aquí, pero es como es, y quiso asegurarse.
-¿Por si algo salía mal? Vamos, que
para volver al trabajo tendría que haber sufrido un aborto.
-Bueno, si te soy sincero, en ese
caso no creo que Romero te hubiera dejado volver en un tiempo largo. Más bien
era por si le ocurría algo a él. No quiere dejar desprotegido al pequeño. Ya
sabes, con lo que os gustan los zapatos y los bolsos, podrías lapidar la
herencia en un mes –dicho lo cual rio efusivamente ante una Amanda que no veía
el chiste por ningún sitio.
Amanda se sintió mareada. Tratando
de no escurrirse silla abajo, se dispuso a levantarse y marcharse de allí.
-Sea como sea –dijo antes de salir-,
tengo un contrato de mi parte. El lunes nos vemos.
-No pensé que fuera necesario –dijo
Ginés frotándose la frente, como si una terrible jaqueca le impidiera continuar
hablando, aunque continuó-, pero decidimos ser previsores por si ocurría algo
así. Antes de irte pide a Cari un sobre que hemos dejado en recepción para ti.
Amanda creyó que la habitación se
movía y no quiso seguir preguntando por miedo a perder el conocimiento. Salió
del despacho y antes de poder decir nada vio el sobre, con su nombre escrito en
tinta roja, sobre el mostrador. Probablemente Ginés había avisado por línea
interna a Cari, quien tecleaba en su ordenador sin levantar la vista. Amanda
cogió el sobre y se sentó en uno de los mullidos sillones de la sala de espera.
Contenía una carta en la que se le anunciaba su despido por, literalmente, «causas
económicas, técnicas, organizativas y de producción», y se le hacía saber que
la disminución del beneficio durante tres trimestres consecutivos hacía
inviable mantener su puesto de trabajo. Por todo ello se la indemnizaba con
veinte días de sueldo por año trabajado –y no con cuarenta y cinco, como era habitual-.
La carta venía fechada quince días antes y adjuntaba un cheque por importe de
dicha indemnización. Muy alterada y sin pedir permiso a Cari, que continuaba
sin levantar la vista del teclado, cogió el teléfono y pulsó el botón de la
extensión de contabilidad.
-¿Sí? –respondió una voz masculina.
-Carlos –dijo Amanda-, soy Amanda.
¿Tienes un minuto?
-Hola guapetona. Claro que sí, dime.
-Me despiden por pérdidas durante
tres trimestres consecutivos. ¿Es eso cierto?
-Jaja –rio Carlos-. Sí, claro,
estamos en la ruina. No, verás, es una formalidad, cariño, hay que decir eso
para reducir la indemnización.
Amanda no terminaba de entender la
naturalidad con la que Carlos, a quien tenía por un buen amigo, decía todo
aquello.
-¿Entonces no es cierto?
Carlos permaneció en silencio unos
segundos, tras los cuales preguntó:
-¿Te ocurre algo?
-¿Que si me ocurre algo? –Respondió
Amanda, que no salía de su asombro-. Joder, que me despiden sin razón. ¿Te
parece poco?
-¿Pero todo esto no estaba pactado?
-Por lo visto sí, pero entre la
empresa y mi marido. Yo he venido tan feliz a reincorporarme y me he encontrado
el pastel. Tú podrías declarar que no existen tales pérdidas, ¿verdad?
-A ver, Amanda, yo no quiero
problemas.
-Pero Carlos…
-No quiero problemas –sentenció
Carlos antes de colgar.
***
Como venía siendo triste costumbre,
no habían transcurrido cinco minutos desde el comienzo del informativo cuando la
presentadora ya estaba anunciando un nuevo caso de violencia de género: una
mujer de 25 años había sido asesinada en Plasencia por su pareja sentimental,
un albañil de 42 años con el que vivía desde hacía siete meses. Según los
vecinos, no era raro escuchar terribles discusiones casi cada noche y el hombre
bebía más de la cuenta. La había arrojado por la ventana del quinto piso que
compartían.
-Joder, qué lista. Ya me la imagino
dándole la alegría a su padre –comentó Romero-: papi –dijo con voz aguda, imitando
a una niña- he conocido el amor, me voy a vivir con este fortachón, um…
-Cómo se sentiría en casa para irse
a vivir con un borracho que casi le dobla la edad.
-¿Qué cojones dices? Los padres
serán como todos: le dirían que estudiara o trabajara, le pondrían unas normas
en casa como cualquier persona debe tener. Pero ella se creería más guapa que
ninguna y mira cómo ha terminado.
-De verdad, Romero, a veces prefiero
no escucharte.
-Pues nada, cuando quieras te vas a
vivir con uno de los que juegan al dominó con tu padre por las tardes, que se
calzan los chatos de vino como si fueran de agua y sólo saben leer el Marca, y
cuando vueles por una ventana ya me echarás de menos, desagradecida de mierda.
***
Romero era hijo único y había
perdido a sus padres tres años atrás en otro terrible accidente de tráfico, lo
que hacía el momento especialmente trágico para él, pues parecía estar escrito
en los difusos muros del destino que todos sus males llegarían de la forma más
funesta. Sus suegros temieron un intento de suicidio y decidieron instalarse
unos días con él para, además, acompañar y ayudar a su hija cuando llegara al
hogar. Mientras Gracia daba la triste nueva a Gerónima y al señor Julián, con
indicaciones de cómo iban a cambiar las cosas en cuanto su hija regresara, un
destrozado Romero, a quien su suegro abrazaba por miedo a verlo caer, explicaba
a los agentes de atestados cómo había ocurrido todo.
-Estaba girando para meter el coche
en el garaje, no podía ir muy deprisa, todo lo contrario, estaría semiparada. Escuché
un tremendo golpe y, cuando bajé, la encontré inconsciente en su asiento.
-¿No vio cómo sucedió?
-No, eran más de las dos, yo estaba
durmiendo. Escuché el golpe, me asomé, vi el coche en una posición muy extraña,
con las luces encendidas, y bajé corriendo.
-Su esposa giraba a la derecha,
luego el otro vehículo invadió su carril.
-Iría borracho –intervino el suegro.
-No obstante –continuó el agente-
sólo escuchó un fuerte impacto: ni acelerones, derrapes…
-No, nada –respondió Romero abatido.
-Es extraño que no tratara de
frenar, aunque fuera ya tarde, es una reacción instintiva. Pero parece que no
lo hizo, no hay marcas de neumáticos.
-Imagínese cómo iría –sentenció de
nuevo el suegro.
-Sus vecinos tampoco han visto nada,
así que hasta que su esposa recupere la consciencia no tenemos ninguna
referencia del otro vehículo, salvo que debe llevar marcas de accidente en la
parte frontal. En fin, descansen y si recuerdan algo que nos pueda ayudar a dar
con el otro vehículo comuníquenoslo sin demora.
***
Amanda regresó poco antes de la hora
de comer y se sentó en el sofá a esperar a Romero sin saber que no entraba en
los planes de éste comer en casa. Sin probar bocado, sin hablar con nadie,
permaneció sentada en el sofá hasta que Romero llegó, a eso de las ocho y media
de la tarde.
-¿Está la cena? –dijo por todo
saludo.
-Esta mañana pasé por mi oficina
para ver a Ginés.
-Ah, ¿ya conoce a Jaime? Seguro que
se le caía la baba, con lo que siempre le han gustado los niños. Yo le había
enseñado alguna foto que llevo en el portátil.
-Me han despedido –atajó secamente.
-¿A qué viene eso ahora? ¿No lo
habíamos hablado ya?
-Sí, por eso me sorprende. Habíamos
hablado tú y yo sin llegar a conclusiones. Y ahora debíamos hablar Ginés y yo.
Lo que no entiendo es dónde encaja la conversación que, a todas luces, habéis
mantenido Ginés y tú.
-Somos amigos desde hace muchos
años.
-¡Pues hablad de fútbol, maldita sea!
–gritó Amanda.
-¿Pero se puede saber qué coño te
pasa? Ya decidimos que te quedabas en casa, como una buena madre.
-No, no decidimos nada –una lágrima
empezaba a asomar entre sus párpados-, tú decías que me quedara en casa; yo, que quería volver a trabajar. No estaba nada decidido.
-¡Pues ahora ya lo está! ¡Tú aquí
con tu hijo! ¡Y se ha terminado!
-Pe… pero…
-¡Una palabra más y te arrepientes!
¡No me obligues a repetirlo!
***
Amanda estaba postrada en su cama
mirando al techo. Gerónima sentía que siempre había estado así, que la conoció
inmóvil. Muy lejos, en el recuerdo, quedaba la mujer alegre que caminaba por la
casa con su hijo en brazos y, cuando su marido no miraba, guiñaba un ojo a la
veterana sirvienta para hacer con ella las tareas, excusándose en el
aburrimiento.
-Acaba de llamar su marido –anunció
Gerónima-. Tiene una cena importante y después sale de viaje de negocios. Ya
vendrá el domingo por la noche.
-¿No ha dicho que le prepares nada
de ropa?
-No, ahora que lo dice, no.
-Gerónima, de verdad, a veces no sé
si eres tonta o te lo haces. Viaje de negocios significa irse a cazar y a
navegar a la casa de Don Braulio a orillas del lago. Sé que tiene ropa allí, me
lo dijo su esposa cuando esto aún parecía un hogar.
-Ay, señora Amanda, no diga esas
cosas. Su marido se desvive por usted y sólo encuentra recelo y malas maneras.
Es normal que quiera pasar unos días con sus amigos, el ambiente en esta casa
ya es malsano. Es usted quien no quiere que esto sea un hogar.
-Tienes razón, Gerónima. Soy una
desagradecida.
***
-¿Quién es Claudio? –preguntó Romero
nada más dar el último bocado a la cena.
-¿Quién? –respondió Amanda mientras
limpiaba la boca al pequeño Jaime tras la última cucharada de puré de verduras.
-¿No conoces a ningún Claudio?
–insistió Romero mientras Gerónima entraba y salía de la cocina, recogiendo
platos, manteles y cubiertos.
Finalmente Amanda se ubicó en la
paranoia de su esposo, pero miraba con ojos alarmados ora a su sirvienta,
entrando y saliendo, ora a su pequeño hijo, tratando de que Romero entendiera
que ese no era el momento de sacar a pasear sus neuras.
-¿Qué te preocupa? –pregunto éste-.
¿Es que tienes algo que ocultar?
-Gerónima –llamó Amanda-, lleva al
pequeño a su habitación, yo terminaré de recoger la mesa.
La sirvienta hizo lo que se le
ordenó y, una vez estuvo fuera de escena, la conversación se reanudó.
-No me gusta que tutees al servicio
–comenzó Romero, siempre pendiente de todo.
-¿Y a ti? ¿Qué te preocupa? –Atacó
Amanda esta vez.
-Me preocupa –respondió Romero sin
dudar ni un solo instante- que un hombre le diga a mi mujer que se acuerda
mucho de ella y tiene ganas de verla.
-¿Has leído mis mensajes del móvil?
-Por tu bien, deja de hacer
preguntas y empieza a responder.
Un escalofrío recorrió la espalda de
Amanda tras tan cortante sentencia y volvió a sentarse.
-No… no… -titubeó- no tengo por qué…
esto es humillante.
-Dime quién es ese tal Claudio si
quieres volver a vernos a mí y a mi hijo.
El universo de Amanda se tambaleaba
y decidió que era más práctico calmar a la bestia que luchar por ideales que,
en pleno siglo XXI, parecían no estar todavía lo suficientemente arraigados.
-Es un compañero de la facultad.
Nada más terminar la carrera empezó a trabajar en Bélgica y no nos hemos visto
desde entonces. Carmina está organizando una cena de antiguos alumnos y
coincide con dos semanas que Claudio pasará en España por un seminario que
imparte. Se enteró de que yo también iba y se alegró, simplemente. Joder, y yo
también, es uno de mis mejores amigos.
-Así que un exnovio de los buenos
tiempos aparece de nuevo. No te pregunto qué opinan su mujer y sus hijos de lo
bien que os lleváis porque un hombre casado jamás hablaría en esos términos a
la fresca que se la chupaba en los servicios del campus.
-¿Qué exnovio, imbécil? –saltó
Amanda-. Claudio es homosexual.
Romero permaneció en silencio unos
instantes. La noticia calmaba las aguas, turbias desde que leyera el mensaje
aquella mañana, pero no le había gustado nada la reacción de su mujer. Tiró al
suelo los restos de pan que quedaban sobre el mantel y los remojó con vino. Se
levantó y, mientras abandonaba el salón, dijo:
-Limpia y recoge eso. Y ten mucho
cuidado con lo que dices.
***
Romero leía el periódico mientras
Amanda jugaba con Jaime sobre una manta.
-Hostia, qué bueno el titular –dijo
Romero-: ‘Ronnister maltrata al Zaragoza’.
-¿Por qué? –preguntó Amanda.
-Ronnister es el jugador del Sevilla
que han acusado de darle cuatro guantazos a su novia.
-No le veo ninguna gracia –respondió
Amanda volviendo la vista hacia su hijo y continuando el juego con él.
-Bah, qué histéricas os ponéis. A
ver si ahora porque a una persona se le vaya la pinza un segundo se le tiene
que joder la vida. Al menos este hace algo productivo, no es un albañil
borracho como el de Plasencia.
-¿Darle patadas a un balón?
-Parece mentira que hayas ido a la
universidad. ¿Sabes los ingresos y el ambiente que a una gran ciudad le supone
el fútbol?
-Claro, y eso justifica que maltrate
a su pareja.
-¡Joder ya con el puto maltrato!
–gritó Romero. El pequeño Jaime soltó el juguete que agarraba y comenzó a hacer
pucheros que evidenciaban un inminente llanto-. Hay que ver cómo os ha dado por
la palabrita de moda. Le daría un guantazo porque estaría hasta los cojones de
aguantarle gilipolleces, que estáis cada día más porculeras. Anda que no acabé
yo también hasta los huevos de ti cuando te dio por la gilipollez de volver a
trabajar.
Amanda cogió en brazos a Jaime y lo
sacó de la habitación. Sentada con él en brazos sobre la cama de su dormitorio
escuchó la voz de Romero.
-Nena, dile a Gerónima que sirva la
cena, que tengo hambre.
***
-Mi amor, Ginés y su esposa han
venido a verte.
-No quiero ver a nadie y lo sabes.
-Pero no puedes pasar el resto de tu
vida encerrada en esta habitación.
-¡No quiero ver a nadie y menos a
ese hijo de perra machista con el que tan bien te has llevado siempre!
La puerta estaba abierta y el
antiguo jefe de Amanda esperaba en el pasillo junto a su esposa. Cuando Romero
se disponía a poner cualquier banal excusa, Ginés lo detuvo con una benevolente
sonrisa, tomó del brazo a su esposa y se marchó de allí.
***
A Romero lo despertó el sonido que
anunciaba la recepción de un mensaje de texto en el teléfono, aunque se le
antojó muy lejano. Comprobó que su teléfono estaba sobre la mesilla de noche y
que, como pensaba, no había recibido nada. Era más de la una de la madrugada y,
puesto que ambos tenían el mismo sonido, supuso que Amanda había olvidado su
móvil en alguna mesa del salón o cocina. Se levantó para leer el mensaje, por
si era algo que debiera hacerle saber llamando a alguna de las amigas que
estarían con ella. Era la noche de la cena de antiguos alumnos de la facultad.
7 Sep. 2015 1:14
De: Claudio
Ha sido
maravilloso volver
a verte. Espero
que podamos
repetirlo
pronto.
***
-Lo que estás haciendo no es justo.
Volqué mi vida en ti desde el primer momento. Nunca has tenido necesidad de
trabajar, has hecho lo que has querido, has vestido como has querido, has
comido en los mejores restaurantes, has estado en París, Roma, Nueva York… Te
compré el coche que quisiste, sabes que a nuestro hijo nunca le faltará nada.
Desde que ocurrió la desgracia puse todos los recursos posibles a tu servicio,
y yo estaría contigo cada segundo del día si no me trataras con el desprecio
con que lo haces. Juré ante la Virgen que estaría a tu lado en lo bueno y en lo
malo, pero si esto va a seguir así me desentiendo de ti, te llevo a un centro
especializado, me da igual cuánto cueste, y te puedes dedicar a insultar y
amargarle la vida a los que cuiden de ti. Siempre y cuando cumplas lo acordado,
el dinero nunca será un problema. Pero como te vayas de la lengua ya puedes
olvidarte de todo. Te dejo en la puerta de tus padres y que ellos te limpien el
culo.
-Haz lo que te dé la gana. Pero
antes, y ya que sacas el tema, llama a Sofía, creo que me he cagado.
***
-¿Qué haces aquí? –preguntó Amanda
al ver a Romero sentado en la cocina, haciendo girar el móvil de ésta sobre la
mesa.
-¿Qué tal la cena?
-Muy bien. Un sitio no de mucha
enjundia, pero bonito y con buen servicio. Ah, mira donde estaba –dijo
señalando el teléfono que Romero hacía girar y girar.
-Tus amigos no pueden permitirse ir
a los sitios que nosotros frecuentamos –continuó Romero-, ¿verdad, mi vida?
-¿Te ocurre algo? ¿Por qué no estás
en la cama?
-¿Y Claudio? –siguió inquiriendo sin
escuchar-, ¿puede llevarte a los sitios donde yo te llevo? ¿Puede pagar esta
casa, tus ropas, tu coche?
-¿Ya estás otra vez? ¿Pero se puede
saber qué mosca te ha picado con eso? Pero si ha llevado a su chico a la cena.
Y oye, es guapo.
Amanda emitió una tímida carcajada antes
de girarse para alcanzar un vaso donde servirse un poco de agua. Nada más poner
el borde del vaso sobre sus labios sintió un fuerte golpe en la espalda. Fue lo
último que sintió jamás por debajo de su cuello. Sí sintió, empero, las decenas
de patadas y puñetazos que Romero le siguió procurando en la cabeza hasta que
perdió el conocimiento.
***
-Mi esposa duerme en estos momentos
–dijo Romero tras abrir la puerta al mismo agente a quien contó su versión del
accidente días atrás.
-No se preocupe, no es necesario
despertarla ahora. Así, usted valora cómo debe darle la noticia cuando
despierte.
-¿Qué noticia? –preguntó Romero algo
desorientado.
-Hemos encontrado al que lo hizo.
Bueno, más bien el cuerpo. No va a ser posible procesarlo por ningún cargo pues
cayó por un barranco y ha fallecido. Se conoce que era aficionado a la
velocidad. Una buena pieza: robos, peleas… Pero al final, pasaba dos días en el
calabozo y volvía a la calle.
-¿Y cómo saben que era él? –dijo
Romero sin salir de su asombro.
-Tras el accidente lanzamos el aviso
a todos los talleres de chapa y pintura de la región. Uno de ellos nos informó
de un vehículo con graves desperfectos que no quiso dejarlo a reparar,
simplemente pidió presupuesto. El mecánico apuntó la matrícula sin ser visto,
siempre lo hace en caso de claro accidente, buena costumbre. Dicho vehículo, la
misma noche que chocó con su esposa, fue visto por varios testigos al
estamparse contra otro vehículo aparcado a pocas manzanas de aquí, aunque en
aquel caso no hubo más implicados. Cuando nos disponíamos a detener al
propietario descubrimos que había fallecido. Qué casualidad, yo mismo me
encargué también de ese atestado. En fin, lo importante y lo que lamento
comunicarle es que, como era de esperar, carecía de seguro y no tiene ingresos
ni patrimonio conocido más allá de su vehículo. Sé que nada puede resarcir a su
esposa del daño sufrido, pero, claro está, una buena indemnización
probablemente hubiera ayudado a salir adelante.
-Como bien dice –anunció Romero-,
nada salvo el tiempo puede ayudar a mi mujer. Pero, entre nosotros, me alegro
del fin que ha tenido ese malnacido.
-No diré que me lo ha dicho
–respondió el agente guiñando un ojo a su interlocutor-. Si no necesita nada
más de mí, con su permiso me retiro.
***
Cuando Amanda recuperó el
conocimiento no había nadie en la habitación. El doctor pasaría a verla por la
mañana, la enfermera dejó dicho a Romero que la avisara si ocurría cualquier
cosa y éste aún no había avisado a nadie. No hasta que pudiera hablar con ella.
-¿Dónde estoy? –Preguntó-. No puedo
moverme.
-En el hospital –sollozó Romero,
cuyas lágrimas apenas le dejaban ver a su mujer.
-¿Qué ha pasado?
-¿No lo recuerdas? –Romero creyó ver
una intensa luz atravesar sus opacas nubes-. Has tenido un accidente, cuando
volvías de la cena.
-¿Accidente? No, ahora recuerdo. La cocina,
tenías mi teléfono…
-¡Ha sido un accidente! –chilló
Romero agarrando con firmeza la muñeca de su mujer, quien no lo sintió. Amanda
entendió al instante la situación.
-¿Cómo pretendes hacerlo pasar por
un accidente? –preguntó resignada.
-Antes de llamar a la ambulancia te
senté en el asiento del conductor, destrocé lateral y frontal del coche con un
marro y lo saqué a la acera, donde di dos o tres golpes más para alertar a los
vecinos y que al menos testificaran que escucharon fuertes impactos.
-Alguien puede haberte visto.
-No, en nuestra calle sólo viven los
Pérez, los Buendía y los Márquez, y estos últimos ni siquiera estaban en casa,
lo sé bien, son clientes, conozco su agenda.
-¿Y qué te hace pensar que no diré
nada?
Romero de nuevo rompió a llorar y
respondió:
-No vas a decir nada porque sabes
que te quiero, que ha sido un error imperdonable, lo sé, pero también sé que
acusarme sólo empeoraría las cosas. Tenemos un hijo, una vida, nuestras
amistades, nuestras familias. ¿Vas a renunciar a todo de la noche a la mañana?
Amanda no parecía muy satisfecha con
el sermón, por lo que continuó:
-¿Qué sería de ti si nos separaran?
¿Qué sería de Jaime si cesan los ingresos? Es cierto que tengo un patrimonio
impresionante pero, aún en el poco probable caso de que lograras venderlo todo,
piénsalo bien, y siento ser tan frío para abrirte los ojos: lo tuyo es para
toda la vida. Has quedado tetrapléjica, mi vida, y vas a necesitar cuidados y
atenciones mientras vivas. Podemos hacer esto juntos, mi amor, pero tú sola no
puedes. Ni tu familia.
Miró a su esposa buscando una luz en
la mirada que confirmase su acuerdo o desacuerdo, pero ella permanecía
impasible mirando al techo.
-Tengo que pensar –dijo finalmente.
-Sí –respondió Romero soltando su
mano y levantándose-, pero tienes que hacerlo rápido, porque voy a avisar a tus
padres. Tienes que elegir: aceptar la versión del accidente y asumir la
situación con los medios de que disponemos, con los que otra mucha gente no
puede ni soñar, o contar lo sucedido, quedando de todos modos pegada a una
silla de por vida, y perderme para siempre, destrozando así la vida de tu hijo
y de tus padres.
Romero abandonó la habitación y
Amanda quedó sola pensando. Tras llamar a sus suegros Romero esperó a que
llegaran sentado en el suelo del pasillo. Para cuando entraron a ver a su hija,
ésta ya había tomado una decisión.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)