domingo, 19 de octubre de 2014

RECTA FINAL

“Escribir no sólo es cosa de letras, como sonreír no es sólo cosa de dientes”. No hace mucho que leí esas palabras y decidí que la última entrada del blog previa a la presentación de mi primer libro versara sobre esa idea.
Para llegar hasta aquí, hasta hoy, explicando o simplemente contando cómo se forjó la obra, que nace de unir con cierto criterio (se titula ‘Sin anestesia’ por algo) una serie de relatos que vengo escribiendo desde hace años, debo partir de las palabras de mi paisano el académico. Y no, no me refiero a su sentencia más célebre (‘yo no tengo ideología, yo tengo biblioteca’), ni a mi predilecta (‘si se trata de marcar paquete, diré que soy de Cartagena’), sino a palabras que pronunció en una entrevista y jamás he visto escritas en formato cita: ‘yo no soy escritor, soy lector; escribir es la consecuencia’.
Sería muy fácil (y comercial) decir que siempre me apasionó la lectura y la escritura, que de pequeño me encerraba en mi cuarto a crear pequeños cuentos y que orienté mi vida académica a la pasión por las letras. Pero no, la única pasión que reconozco desde que tengo uso de razón es la música. Por lo demás, mi madre me torturó regalándome libros sabiendo que moría de envidia por los juguetes que recibían mis amigos –trauma que ha hecho que jamás haya podido leer ni ver ninguna película basada en ‘La isla del tesoro’, pues fue el regalo que recibí tras una semana llorando pidiendo un juguete que ya no recuerdo (el ‘autocross’, creo)-, me gustaba dar patadas a un balón y lanzar canicas en la plaza de mi barrio, el programa educativo del colegio e instituto me hizo relacionar indefectiblemente lectura con aburrimiento (a excepción de ‘Relato de un náufrago’, que leí de una sentada) y no fue hasta la universidad (ingeniería primero y empresariales después) que comenzó a acompañarme un libro cada noche. Eduardo Mendoza y Herman Hesse fueron los primeros en llamar mi atención.
Y es en la universidad, tras leer de corrido todos los libros que había en mi casa y en la biblioteca de la ciudad de los mencionados autores, cuando mi mente se rinde a la presión y surgen las primeras palabras escritas por mí: una novela en clave de (muy) irreverente humor, en la línea de ‘Sin noticias de Gurb’, pero mucho más gamberra, sobre mi primer año de universidad (llegué a unas 120 páginas y ha quedado olvidada en un disquete de los de antaño), y un relato largo (¿novela corta?) sobre el síndrome de Estocolmo que posiblemente retome próximamente. Muy en mi línea (tres carreras, si contamos el conservatorio, sin acabar) abandono ambos proyectos de la noche a la mañana y, ya puestos, a mi familia y desaparezco durante unos años. Estuve trabajando, para que os quedéis tranquilos.
Por razones económicas fueron muchas las temporadas que viví sin televisor, algo que hoy hago por voluntad propia, y la afición por la lectura se torna pasión. Vuelvo a sentir el efecto succión y la imperiosa necesidad de plasmar mis ideas y sentimientos en la pantalla (pues a día de hoy poco sentido tiene ya decir ‘sobre el papel’) y recuerdo una noche mágica con grandes amigos, lejos de mi ciudad y ante alguien que para mí era poco menos que un dios. Nace así mi primer relato: ‘Las lágrimas de Carl Perkins’. Dejando al margen la calidad literaria del resultado –que ha sido modificado varias veces hasta hoy-, aquello sirvió para saber que soy capaz de terminar algo y para que mucha gente (excepto mi familia) me animaran a seguir escribiendo.
Dicho relato (que puede leerse en mi blog, pues no aparece en ‘Sin anestesia’) fue el primero que acabé y colgué en la red, pero antes había plantado las semillas de ‘Carrera con el Diablo’ y ‘El río del silencio’.
El primero surge como un trabajo de clase de tercer curso de bachillerato, para la asignatura de historia. No voy a divagar ahora sobre cómo logré encajar a un icono del Rockabilly en dicho contexto, pero lo hice (con buena calificación, además) y, años después, lo rescaté para cercenar las cadenas académicas que coartaban la fluidez expresiva del texto y el resultado se convirtió en uno de mis relatos más emblemáticos.
El segundo es otra historia, y menuda historia. A veces creo que ‘El río del silencio’ tiene más de mí que yo mismo. Tardé quince años en poder sentarme a escribirlo. Incluso cuando la lectura no era ninguna afición fantaseaba con darle forma a la historia algún día. Amé y odié la historia a ratos impredecibles, le tuve miedo, dependencia, la empezaba una y otra vez sin poder avanzar apenas unas páginas. Lo más curioso es que comenzó como una excusa para plasmar por escrito lo que me había supuesto la música que escuchaba en la adolescencia, pero se me fue de las manos, situé la escena en el momento equivocado (para centrarme en el tema musical) y los recuerdos que me sobrevenían acabaron quemándome las entrañas. Hasta que una madrugada di con la clave: yo era parte de la historia y, por lo tanto, parte del problema. Tomé una distancia prudencial con el protagonista usando la tercera persona y al fin logré expulsar mis demonios para dar forma a los recuerdos. Podría estar horas, días, dedicar un libro entero a la creación de esta obra y sus secuelas, que tiene y más tendrá, pero no es este el momento. Quien quiera saber más puede leer en mi blog ‘Desnuda el alma: a vueltas con El Golem’ y saciar su curiosidad a ese respecto. Pero antes de cambiar de tercio necesito decir, una vez más, que su protagonista, ‘El paranoias’, es lo mejor que me ha pasado en la vida: mi (respetado) enemigo, lo admito, una suerte de Mr. Hyde; pero también mi padre, mi hermano, mi solidario camarada y mi guardián entre el centeno.
Continuando con lo que hoy me ha hecho sentarme a escribir, con ‘Las lágrimas de Carl Perkins’ y ‘Carrera con el Diablo’ circulando con relativo éxito por la red, y ultimando los detalles para colgar ‘El río del silencio’, consigo, en cierto modo, hacer realidad un sueño que me perseguía desde que leyera ‘Canción de Navidad’, de Charles Dickens, y con ‘Jarrita marrón’ me aproximo bastante a crear mi propio cuento de Navidad, que llegaría un tiempo después con el título de ‘Un rayo partió la noche’.
Normalmente me cuesta referirme a ‘Jarrita marrón’ como uno de mis relatos, pues la autoría siempre está bajo la sombra de haber fundido melomanía y cinefilia para, simplemente, dar forma de relato a la maravillosa película de Anthony Mann en la que el genial James Stewart da vida a Glenn Miller. Es el relato que abre ‘Sin anestesia’ y a ese respecto incluyo una breve  aclaración en el propio texto.
Si con ‘El río del silencio’ exorcizaba mis demonios adolescentes, con ‘Luna de octubre’ hice lo propio con los del presente, o los de un pasado muy reciente. Alguno sigue ahí, lo admito, pero consigo que se dé con la puerta en las narices cuando tiene la osadía de venir a buscarme.
Quiero pensar que no hay lectura desaprovechada. En el peor de los casos, ayuda a no volver a perder el tiempo con autores o temáticas que ya he comprobado no consiguen engancharme. Tras un decepcionante ‘Yonqui’ decidí darle una segunda oportunidad a William S. Burroughs con ‘Queer’, que me gustó aún menos, pero me cobré algo a cambio. La edición de dicha obra que cayó en mis manos (Anagrama) incluye una introducción del propio autor donde, situando la escena en Mexico, muestra unos años cincuenta que yo no conocía, a pesar de tenerme por un entendido en la materia. Descubrí que muy cerca de los cadillacs y las juke-box, del barrio donde Danny Boy cierra pronto la gasolinera para recoger a Peggy Sue y llevarla al baile, existe otra realidad bien distinta. Burroughs describe la arena del desierto salpicada por la sangre de un cuerpo retirado poco antes de allí, nadie sabe si por su propio pie o ya cadáver, borrachos que duermen en la calle sobre sus heces y buitres que describen círculos al acecho de carnada. Normalmente las ideas me rondan la mente durante un tiempo, a veces meses, antes de llevarlas a la hoja/pantalla, pero tras empaparme de aquella escena no tardé apenas nada en dar vida a la familia Chagoya y crear ‘Distrito federal’.
 Divaguemos sobre maneras de escribir, de crear. Ha quedado claro que no soy ajeno  al recurrente y habitual recurso autobiográfico: ‘Las lágrimas de Carl Perkins’, ‘Carrera con el Diablo’ (sí, rizando el rizo, no sólo nace como un trabajo de historia de 3ª de BUP, sino que los protagonistas somos Gene Vincent y yo mismo), ‘El río del silencio’, ‘Luna de octubre’ y otros que después se mencionarán (‘Espuma de cerveza’ y ‘El club de los fracasados’).
Otra de mis fuentes de inspiración, como creo ha quedado claro, es la música. De la avalancha de recuerdos provocada por ciertas melodías nace ‘El río del silencio’ y de la profunda admiración por determinados artistas los ya mencionados ‘Las lágrimas…’, ‘Carrera…’ y ‘Jarrita marrón’; otro relato eminentemente musical incluido en ‘Sin anestesia’ será ‘La conjura de las sombras’, del que hablaré más adelante. Y en el futuro puedo adelantar que habrá relatos sobre Django Reindhard y Freddie Mercury.
Evitando siempre las aburridas enumeraciones de fechas y acontecimientos, para no caer en una suerte de aburrido semiperiodismo musical o en la simple y llana biografía, procuro unir cierta documentación contrastada con respetuosa ficción. Esto ocurre en ‘La conjura de las sombras’: no investigo los cajones de ropa interior de las personas de las que hablo; no me interesa (ni al lector, creo) cuántas dioptrías tenía Buddy Holly ni lo que acostumbraba a desayunar Eddie Cochran; tampoco las fechas y sedes de los conciertos que pudieran dar durante dos meses seguidos. Creo que da más vida –más literatura- saber que The Big Bopper pasó seis días ininterrumpidos pinchando música en una emisora, o que Buddy Holly coincidió en un estudio de grabación con Ray Charles y, desgraciadamente, poco o nada se sabe a día de hoy del material que pudiera surgir de aquella cita. A estas anécdotas que logran conformar una historia en un solo párrafo, les añado un marco que, aunque con base real, no existe más que en mi mente, y pasa a la del lector por obra y gracia de la palabra escrita. Por ello cuento la vida, la novela basada en la vida de estas personas, desde el bote que Johnny Burnette maneja el fatídico día que sale a pescar, o desde el suelo del salón de Eddie Cochran, donde llora la muerte de Buddy Holly para, acto seguido, recibir una llamada a cobro revertido de su buen amigo Gene Vincent.  Si de una combinación de melomanía y cinefilia surgía ‘Jarrita marrón’, que jamás hubiera existido sin el film ‘Música y lágrimas’, el lector no tardará en ubicar cierto pasaje de ‘La conjura de las sombras’ en ‘La bamba’. Y de este modo queda anotado, aunque en ‘Sin anestesia’ sólo se dan estos dos casos, para el futuro el cine como fuente de inspiración.
Sólo una vez dediqué más tiempo a la investigación que al texto en sí, empleando cuatro meses de mi vida para una historia de cuarenta páginas en mi ordenador (setenta en el libro), y casi fue sin querer. No sé si es habitual en el mundo de la creación literaria (soy nuevo en esto, no tengo apenas contacto con otros escritores y, de hecho, ni siquiera me considero escritor), pero no es extraño que las ideas que preceden a la historia me sobrevengan a la inversa, esto es, visualizo el final de la historia como un frondoso y firme árbol que debo podar para ver el nacimiento de sus ramas. De este modo situé a una dulce jovencita rezando una plegaria en la catedral de Cartagena, y siempre daré gracias a la conjunción de astros que me hizo localizar allí la escena, pues por ello descubrí que la catedral de la ciudad portuaria fue una checa republicana durante nuestra contienda, lo que me llevó a un cambio de guión gracias al que pude saber que el famoso ‘oro de Moscú’ pasó por el polvorín de La Algameca y tuve conocimiento de hechos como el bombardeo de las cuatro horas y el hundimiento del Castillo de Olite que, finalmente, se conjuraron para dar vida a ‘Dorada Algameca’, ficción sobre base real del final de la República en su último bastión: Cartagena.
Pero a ‘Dorada Algameca’ llegué con la lección aprendida, pues años atrás ya recibí la visita de las musas en forma de final para la historia que estaba por nacer. Por aquel entonces, además, la sombra de Dickens se cernía sobre mí día sí, día también, alentando tanto mi propósito de escribir un cuento de Navidad que la idea devino en obsesión. Y una noche de tormenta (al igual que me ocurriera con ‘Luna de octubre’) logré por fin apaciguar dicha obsesión. Si ‘Sin anestesia’ comienza con mi primer intento de crear un cuento de Navidad, ‘Jarrita marrón’, historia real basada en una Nochebuena en la que Helen Miller llora la ausencia de su marido, se cierra con mi sueño hecho al fin realidad, y en ‘Un rayo partió la noche’ serán mis personajes, mi historia y, como no podía ser de otro modo, la música, quienes espero logren haceros creer que hay algo más allá de lo que vemos.
Y para recorrer los últimos metros de esta recta final, vamos con los dos últimos relatos. Estas historias mantienen ese espíritu sin anestesia que domina la obra, pero obvian a las musas musicales y cinematográficas que parecen primar en el resto de la obra. Tienen un fuerte contenido autobiográfico (y si continúo escribiendo supongo que debo acostumbrarme a desnudar mi alma en cada palabra) y parten de ideas bien dispares. ‘Espuma de cerveza’, posiblemente lo más irreverente que he escrito nunca, sólo tenía dos propósitos: reírme al escribirlo (conseguido) y que se ría el lector (espero conseguirlo), y versa sobre esos pequeños mundos que tenemos a la vuelta de cada esquina (‘bares, qué lugares’, rezaba la canción). ‘El club de los fracasados’ puede ser la historia más cruda de ‘Sin anestesia’, porque, por desgracia, el marco en que se desenvuelve no es tan lejano y ajeno como los de ‘Dorada Algameca’ y ‘Distrito federal’. Bajo el recuerdo de un club que existió, del que fui su presidente y sus miembros buenos amigos míos, el protagonista (que bien pudiera ser ‘El paranoias’ diez años después) da un repaso a un realidad tristemente de moda hoy en día: nuestro lamentable panorama laboral y esa ridícula idea de que todos tenemos ahorros o una familia en la que apoyarnos que conforma una cortina de humo que impide ver que si no cobramos no comemos, no dormimos y la vida es una obligación difícilmente llevadera.
Esto es ‘Sin anestesia’. Esto, en gran medida, soy yo. Y espero veros a todos el próximo 24 de octubre en la Biblioteca Regional de Murcia para poder compartirlo todo. A quienes la distancia lo impida, que disfruten de su lectura. A quien no me conozca, que le resulte grato hacerlo por este medio.
Gracias a Ediciones Hades por la oportunidad, a Inma Sola por descubrirme dicha editorial a la que me animé a mandar mi manuscrito que tan satisfactorio resultado ha dado. A Jorge y Miguel, sin ellos ‘El río del silencio’ no existiría. A Maggie, amiga y en cierto modo musa (aunque ese relato no aparezca en el libro) en la distancia. A todos los que me han apoyado desde el primer día, por sus ánimos y sus comentarios de mis relatos. A mi familia, ¿por qué no?, su desprecio y desinterés tal vez me dio las alas necesarias. Al Rock and Roll, a mis Purasangres, grandes amigos que siempre aparecen cuando me envuelven las sombras (puede que ‘El paranoias’ fuera el primer purasangre) y a Aurelio, mi hermano, que siempre ha estado ahí cuando lo he necesitado.

Perdón por quien me deje en el tintero y keep on rockin´!!!