Eran
casi las doce y la noche apuntaba a ser larga. Apenas veinte personas en el
edificio. Si lo hubieran ubicado cincuenta metros más al norte se diría que
estaba a las afueras. Pero no, quedó en una suerte de limbo urbanístico en el
que simplemente podíamos decir que no era céntrico. Por uso, hora y situación
reinaba el silencio. Opaco, casi húmedo, una suerte de niebla semitangible.
Pero intermitente. No era un silencio continuo y absoluto. Un estornudo, un
pitido advirtiendo la hora en punto de un reloj digital, el acelerón de un
coche que, a pocos metros, tomaba o dejaba la autovía... Y en ese catálogo de
invasores acústicos vinimos a ser nosotros quienes se llevaran el premio gordo
y alguna pedrea. Nosotros, los tres. Mi hermano, mi primo y yo.
—¿Café?
—propuso mi hermano.
Accedimos.
Bajamos
lentamente la escalera. Estábamos cansados, llevábamos muchas horas allí.
Además, mi hermano arrastraba una severa cojera desde hacía años, lo que
ralentizaba aún más el movimiento del grupo. Mi hermano era (y es) mucho mayor
que yo. Nunca necesité pronunciar el consabido tópico «podría ser mi padre»
porque los hechos hacían innecesarias las palabras: su hijo, mi sobrino, era (y
es) dos meses mayor que yo. Mi cuñada dio a luz un siete de julio y mi madre me
trajo al mundo el siete de septiembre del mismo año. Mi sobrino y su madre se
habían ido dos horas antes y estábamos solos mi hermano, mi primo y yo. Y unas
cuantas personas, no más de diez o quince, que no conocíamos.
La
cafetera estaba abajo, en el pasillo. El bar llevaba un rato cerrado. Mi
hermano introdujo una moneda y pulsó el botón del café cortado.
—¿Ahora
hay que poner un vaso? —preguntó mi primo.
—No,
José Miguel —dijo mi hermano—: hay que echarse un sobre de azúcar en la boca y
meter la cabeza ahí debajo.
Acompañó
la absurda respuesta con un gesto histriónico, arqueando el cuerpo, bizqueando
y sacando la lengua. Mi hermano. Cojo, calvo, con la barba canosa más
desastrosa que jamás se había visto y más de cincuenta años sobre sus cansados
hombros. Mi primo y yo explotamos. Fue una carcajada en toda regla, nos
acababan de contar el mejor chiste del mundo, o eso nos pareció. Eran las doce
de la noche y llevábamos allí desde las doce del mediodía. Estábamos agotados,
nos dolían las piernas y la espalda y necesitábamos ese momento de
reconciliación con la existencia más que cualquier otra cosa.
—Señores,
por favor —escuchamos. Alguien nos llamaba al orden.
Nos
asomamos al hueco de la escalera y vimos, unos metros más arriba, a un guardia
de seguridad serio y muy bien uniformado. Yo jamás había logrado planchar tan
bien una camisa. Mi hermano jamás había logrado si quiera planchar una camisa.
Desconocía (y desconozco) el currículum de mi primo a ese respecto. Hizo como
que se ajustaba el nudo de la corbata y continúo diciendo:
—Ya son
mayorcitos, joder. Un respeto, que estamos en un velatorio.
—Lo
sabemos, somos los hijos del difunto —mi hermano.
—Y yo
el sobrino —mi primo, que aún no había logrado borrar el remanente de sonrisa
que sobrevivió a la carcajada.
—Disculpe,
no volverá a ocurrir —mi hermano de nuevo, zanjando el asunto.
Las
doce horas de velatorio que habíamos dejado atrás (faltaban otras doce hacia
delante) habían sido un frenético catálogo de llantos, abrazos, idas, venidas y
algún amago de crisis nerviosa hasta hacía poco más de dos horas. A eso de las
diez todos se fueron marchando, nuestros allegados y los de las salas vecinas,
y nos quedamos los familiares directos de los difuntos bajo aquella densa y
pesada cortina de silencio que tan oportunamente acabábamos de rasgar.
Llenamos
los tres vasos (finalmente los pusimos bajo el chorro de café, a pesar de las
indicaciones de mi hermano) y volvimos a la sala 4 del tanatorio, segunda
planta, la última a la izquierda. Aún con alguna irreverente sonrisa surcando
nuestros rostros, más aún si nos mirábamos, nos sentamos en el sofá frente al
cristal donde exponían al viejo.
Me
pareció verlo sonreír a él también.