Ella
sonríe cuando da el cambio.
Él
la cree seducida
sin
adivinar que forma parte
de
su trabajo
que
sus labios iluminan
por
imperativo
esta
esquina del mundo
sustentada
en luz artificial.
Él
guarda los billetes
dobla
el ABC
y aprieta
el mando del coche,
que
lanza destellos intermitentes
como
un caballo alado
con
el que rescatarla
cuando
ella quiera
pero
ella sólo quiere que se vaya
y
desaparezca de una vez
el
olor a Brummel de la barra.
Cuando
al fin marcha
queda
un viejo que cuenta historias,
ella
atrincherada tras la barra
para
que no pueda tocarla
para
que su mano no roce el muslo
¡ay,
qué tiempos, hija mía!
como
acaba de hacer a una estudiante
en
la parada de autobús.
Y
llega el último pirata del mediterráneo
huele
a orina y a salitre
y
lanza doblones al mostrador
pide
ron
o
coñac
apenas
se le entiende
y
ella sirve y cobra
esquivando
su mirada
agazapada
bajo el velo
de
su indiferencia
que
disfraza de valor el recelo
y de
paciencia el hartazgo
mientras
Barbanegra le mira el trasero
cada
vez que se gira
y
recita versos oxidados
tentativa
de fuga de palabras
anquilosadas
en telarañas bajo el pecho.
Y
entran, uniformados,
azul
marino y gafas de sol,
Armada
Invencible,
los
funcionarios del orden.
Hablan
por radio
y
ella quisiera pedirles
que
llevaran a galeras al pirata
(o
al menos le dieran una ducha)
pero
sabe la respuesta
y
está harta de escucharla:
no
podemos hacer nada, preciosa,
avísanos
después de la estocada.
Con
el relevo llega el silencio
nadie
tiene nada que contar a su compañero
e
insisten en acompañarla a casa
pero
ella sólo quiere estar tranquila
y
sentir la caricia del viento
arrancando
de su piel, a cada paso,
el
olor a Brummel de esa barra.