Es curioso. Envié el manuscrito a la editorial que ha decidido
apostar por mí hará ocho meses, más o menos. Durante este tiempo no sólo han
surgido nuevos relatos que podrían haber entrado en ‘Sin anestesia’ pero he
decidido dejar para más adelante, además de comenzar una novela, sino que por
el camino y casi siempre obligado por lecturas previas a los concursos
literarios a los que me presenté, no he dejado de corregir una y otra vez
dichos relatos. Y ahora, el editor me los devuelve para su última corrección.
Claro, me ha devuelto el mismo original que yo mandara en su día, luego no es
poco lo que han cambiado esos relatos por todas las relecturas de los últimos
meses. Por esto pensaba que la corrección iba a ser agotadora y lenta (para
ambas partes, pues todo lo que yo decida cambiar tiene que reescribirlo el
editor) dando a aquellas historias la forma que tienen ahora en varias carpetas
de mi disco duro. Pero, hablando de forma y pensándolo fríamente, si cada vez
que releo un relato le descubro otra escritura posible, ¿no será que el
problema no lo tenga el relato, sino el lector, o sea, yo mismo? Recuerdo,
entonces, a un personaje de la maravillosa obra ‘La peste’, de Albert Camus,
cuyo nombre no recuerdo (podría mover el culo a la estantería del salón y
buscarlo, pero ahora mismo el nombre es lo de menos) y que en su empeño por
escribir la gran novela de su época dedica semanas a una sola frase, buscando
la única palabra que pueda encajar en el sentido que quiere dar al texto. Y me
asusta volverme así. Qué cojones, con perdón. La primera vez que leí ‘Luna de
octubre’ o ‘El río del silencio’ me gustaron, y a terceros que los leyeron
también. Así que creo que voy a relajarme, porque escribo para disfrutar, y no
voy a pasar noches en vela buscando donde colocar ese punto y coma que
convierta las palabras en la frase perfecta, esto es, en la frase que no
existe. Es literatura, no matemáticas. Dedicaré la recta final a asegurarme de que
no hay faltas de ortografía ni expresiones que chirríen demasiado, y lo voy a
hacer, además, alentado por dos de los grandes, cuyos actos y palabras hago míos:
Jorge Luis Borges y Montero Glez. Decía el primero: ‘publico mis libros para
dejar de una vez de corregirlos’. Y el segundo, a cuento del primero: ‘Que
conste que a mí Borges no me gusta: demasiado perfecto. Le falta error, le
falta swing’.
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