domingo, 22 de mayo de 2016

EL HOMBRE GRIS DEL TRAJE GRIS


            No, lamento la expectación que haya podido crear, pero esto no va de canciones de Sabina. Va de juicios y prejuicios (y no sé si perjuicios, aunque creo que a tanto no llega). Va de rostro serio y ropa gris. Concretamente de alguien a quien todo el mundo ve con rostro serio y ropa gris, por más que esté contando chistes y vista camisa hawaiana. Y ese alguien, que podría ser cualquiera pues muchos son, ahora mismo vengo a ser yo.
            Esto viene de atrás, de mucho tiempo atrás, pues ya en el instituto observé que la gente ve lo que quiere ver y nada más. Y como tengas la osadía de decir que ven fantasmas y oyen voces resulta que el loco eres tú. Como lo cuento.
            En el instituto, sobre mis botas con espuelas y bajo mi chupa de cuero, agarrando un litro de cerveza como si la vida me fuera en ello, a nadie extrañaba que contara que había dormido en un banco de la calle o que hubiera despertado debajo de un coche sin recordar nada. Por descontado, nadie se sorprendía si hablaba de mi amarga relación con mis padres o de la sartenada de hostias que había dado o había recibido en la última pelea.  Pero era llegar junio, mostrar mi boletín de notas, todas aprobadas más bien por lo alto, y romperse los esquemas de la parroquia: que no, que no puede ser, que has copiado o has falsificado, que a quién quieres engañar, ¿pero tú te has visto?
            Años después vinieron varias temporadas de camarero, una arreglando pinchazos en un taller y otra repartiendo publicidad por buzones. Todo correcto y no te quejes, que al menos tienes trabajo. Luego un breve paso por el sector seguros que me obligó a cambiar de indumentaria, por lo que los nuevos conocidos no se sorprendieron mucho pero los de siempre otra vez se mostraron boquiabiertos al verme envuelto en telas marrones y grises desgastadas, raídas, apagadas, en perpetuo velatorio por quien había llegado a ser tiempo atrás. Y después aterricé en el terreno donde llevo casi quince años moviéndome como pez en el agua y en el que, por llevar años en la misma empresa y haciendo práctico el consabido ‘la confianza da asco’, he recuperado mi indumentaria de siempre. Aunque cueste creerlo, el ordenador se enciende y funciona igual tanto si el que aprieta el botón lleva traje y corbata como si lo hace, como yo, en vaqueros y camisa de cuadros, camiseta en verano (con motos y calaveras, a ser posible).
            Desde entonces, cada vez que respondo a la pregunta sobre a qué me dedico, el rostro de mis interlocutores que, hartos de oírme contar chistes gesticulando sin el menor sentido del ridículo esperan una respuesta más mundana, más obrera, me hace recordar una y otra vez aquel sketch de los Monty Python en el que Michael Palin quiere cambiar de trabajo y su asesor laboral, John Cleese, le recomienda que no lo haga, pues es una persona amargada, deprimente y pusilánime; y esto, que representa un tremendo inconveniente para cualquier otro trabajo, es una gran ventaja si hablamos de contabilidad.
            Sí, soy contable. Menuda fiesta, ¿verdad? Los contables, ya se sabe, somos la alegría de la huerta. Nadie se plantea organizar una cena o cualquier tipo de evento sin invitar a tres o cuatro contables.  ¿Quién no ha contado alguna vez un chiste de contables? Somos una mina, un filón. Los chistes de camareros, camioneros o políticos, bah, se pueden contar con los dedos de una mano. ¿Pero chistes de contables? ¡Es pisar la calle y se nos ocurren seis o siete!

            Por eso, tras pasar por varias empresas y asumiendo que así nos luce el pelo, guardo un recuerdo muy especial de una de tantas cenas de despedida que he protagonizado. Aquella noche, todos los compañeros (alrededor de treinta o cuarenta) firmaron en una enorme tarjeta. Había palabras rígidas, forzadas, de compromiso, para pasar el trámite, y otras sinceras y emotivas, hice buenos amigos allí. Pero de todas, me quedo con la dedicatoria de una compañera del departamento de comercio internacional que, a pesar de hablar perfectamente cuatro idiomas, me escribió en perfecto castellano (tal vez para que nunca olvide que estoy donde no me corresponde): ‘eres el primer contable que conozco con sentido del humor’.