El ágora de mi barrio se llamaba
Domino´s. Era una pequeña cafetería situada en una esquina apenas a cincuenta
pasos de mi portal. Allí se reunían, nos reuníamos, desde jubilados que, chato
de vino mediante, solucionaban sus rencillas, y creaban otras nuevas, a secos
golpes de fichas de dominó sobre la mesa, hasta niños como yo –dejemos a un
lado el eufemismo ‘adolescente’, era un puto crío chulo y mucho menos listo de
lo que me creía- que a la tranquila hora del café trataba de que le pusieran a
su banda de rock favorita, y a veces lo conseguía porque a la parroquia le
hacía gracia tener al pequeño rebelde sin causa pululando por allí.
No es momento, ahora que me acerco
peligrosamente a los cuarenta, de valorar lo adecuado o no de mi actitud, de
poner en la balanza las cosas que hice, dije y pensé. El hecho de juzgar a un
niño de quince años es peor que cualquier veredicto de culpabilidad que pueda
recaer sobre éste. Ya he dicho, y en estos años de mi vida es cuando por
primera vez lo estoy admitiendo, que era un jodido crío más chulo de la cuenta,
pero del mismo modo que podía pelearme, y dar una paliza, a otro chaval sólo
porque me pisara los zapatos, también podía esperar en el suelo, junto a un
anciano que se había caído y no podía levantarse, a que llegar la ayuda
profesional requerida, y cuando aquella persona me daba las gracias y decía que
mi comportamiento era para estar muy orgulloso, hacía como que no tenía
importancia y me marchaba caminando seguro sobre mis botas hasta donde nadie
pudiera verme, para llorar porque mis padres jamás hubieran sido capaces de
verme de ese modo.
Pero uno no se encontraba con esas
situaciones cada día, y era más habitual la vertiente bravucona de mi actitud.
Es curioso como aquel día, aquella situación, que sobre el papel no es la más
sorprendente, arriesgada ni curiosa que me ha pasado en la vida, permaneció
durante tantos años en mi retina, en mi memoria reciente. Cinco, diez, quince
años después, era una imagen nítida y un diálogo alto y claro que recordaba
como si no hubiera pasado el tiempo, a pesar de que no había tenido la más
mínima relevancia en el transcurso de mi existencia. Pero el problema que dio
lugar a esa escena que no logro borrar de mi memoria se remonta a un mes antes
de la misma.
Aunque todos nos llevábamos bien, o al
menos esa era la imagen que queríamos dar, la parroquia del Domino´s estaba
claramente dividida como tristemente lo está cualquier colectividad: por
estratos sociales. Por un lado, los VIPS o beautiful
people, como los llamaba cariñosamente sin que ellos lo supieran (los
abogados, ingenieros y banqueros que tomaban café allí) y, por otro, los currelas
(albañiles, reponedores de supermercado, militares de bajo rango y un servidor
que, aunque estudiante, se identificaba más con ellos, supongo que por no tener
un duro y porque me recordaban a mi padre). No existía ningún tipo de
segregación a la manera de los autobuses americanos de antaño, era normal
encontrarnos a todos juntos y revueltos, contando chistes o comentando las
noticias, pero las diferencias estaban ahí, y cuando coincidían varios de los
miembros de un estrato sin testigos del otro bando se hablaba, se criticaba con
más o menos crueldad, con más o menos ironía. Era algo que se sabía y se
aceptaba, o al menos, eso pensaba yo.
Una tarde, el dueño de la cafetería
cometió un error que, por tópico y repetitivo, sentaba especialmente mal a los
de mi calaña. Aunque el ochenta por ciento de sus ingresos se sustentaban en el
gasto de los currelas, trataba mejor
a la beautiful people. Como la chusma
nunca hemos sido de mendigar piropos y caricias, aunque fuera un secreto a
voces hacíamos como que no nos dábamos cuenta. Mientras hubiera cerveza fría,
lo demás no importaba. Pero, como digo, una tarde el dueño se equivocó, y uno
de los currelas, que ya venía con la
escopeta cargada por razones que ahora no vienen al caso, se lo explicó de
manera que lo entendiera a la primera y nunca lo olvidara. Y ese vine a ser yo.
Bebimos. Bebimos mucho, como era
habitual, tanto la zona VIP como la chusma. Todos juntos, pasándolo en grande,
como casi siempre. El alcohol hace amigos, esto es así. No recuerdo el día
exacto, pero sí que fue una de esas tontas jornadas entre semana. Fuimos
llegando de uno en uno, cada uno al salir de su trabajo o terminar sus quehaceres
y, en un momento dado, a las diez de la noche, o incluso antes, de aquel
miércoles o jueves de noviembre, acabamos cantando y bailando, alguno incluso
subido a la barra. No niego que quien presenciara el espectáculo podía no
volver a poner el pie allí si lo que buscaba era leer tranquilamente el
periódico mientras tomaba un café, y es cierto que un par de desconocidos se
fueron con mala cara, pero el tener que soportarnos no fue gratuito y llegar a
ese estado de exaltación supuso un cruento incremento del beneficio de la
cafetería. Está claro que cada cual decide sobre su negocio, y si el dueño
prefiere sacrificar cierto beneficio económico a favor de un ambiente
tranquilo, es decisión suya. Como clientes a quienes siempre se nos trató bien,
nos hubiéramos disculpado –lo que hicieron todos excepto yo, ahora diré por
qué- y hecho como si no hubiera pasado nada. El problema no era ese, sino que,
al día siguiente, nos fue llamando uno a uno para cantarnos las cuarenta, pero
sólo a los currelas: ninguno de los
abogados, banqueros e ingenieros que cantaron y se subieron a la barra fue
llamado al orden. No sé por qué los demás lo aceptaron, yo se lo expliqué
claramente.
Debo admitir que, tal vez, en otro
contexto, hubiera sido de otro modo, hubiera aceptado el estigma de la clase
baja, como llevaba quince años haciendo y haría durante veinte más, aunque aún
no lo sabía. Pero quiso la casualidad que aquella mañana tuviera lugar uno de
los ataques de ira de mi madre, que empezaba a llorar, gritar y maldecir sin sentido,
pidiendo morirse o que nos muriéramos mi padre y yo y la dejáramos tranquila, y
no estaba especialmente comprensivo ni comunicativo cuando llegué al Domino´s
y, antes de poder si quiera pedir un café, mi presencia fue requerida en el
almacén, donde junto a Juan el albañil y Pedro el limpiacristales, fui
recriminado por el dueño por el espectáculo del día anterior. Bien, no le
faltaba razón y los tres nos disculpamos. Al poco yo me retractaría, como ya he
dicho. Esto fue debido a que, al salir, esperé en la barra a que llamara
–supuse que, por alguna razón, nos separaba en grupos- a Manolo, un ingeniero
cocainómano, a Joaquín, un teniente de la marina ‘jubilado’ por alcoholismo y a
Carlos, un abogado que tenía un lío con la mujer de Manolo, algo que sabíamos
todos menos el afectado. Los tres habían cantado y reído con nosotros el día
antes y los tres estaban allí, leyendo tranquilamente la prensa y tomando café.
Viendo que no eran llamados, pregunté a Joaquín si les habían dicho algo de lo
del día anterior. Nada, ni siquiera un mal gesto al verlos. En ese momento el
dueño servía unas mesas en la terraza y salí sin pensarlo.
-Oye, date prisa en reñir a estos tres,
o se van a trabajar –tanteé.
-No des más por culo, anda, que bastante
aguanté ayer –me respondió.
Error.
-Me parece que te estás columpiando. A
ver si te vas a llevar un susto.
No creo que le preocuparan mis palabras,
que sonaban bastante a amenaza, pues no pegué el estirón hasta un año y medio
después, y era un chaval bastante bajito y regordete, lo que infundía a mis
rivales un exceso de confianza que solía costarles un par de dientes. Pero si
no miedo, desde luego no le hizo gracia el tono en que le hablé, y menos aún
siendo la escena presenciada por varios clientes, unos habituales y otros de
paso, rostros que jamás habíamos visto.
-Mira niñato –me respondió-, ahora los
mayores estamos trabajando, así que no des por saco y vete a jugar a otro
sitio.
Siempre he sido muy visceral y me he
movido por impulsos, y no sé hasta qué punto había terminado de pronunciar sus
palabras cuando ya había por el suelo varias mesas y sillas de su terraza.
Quienes estaban tranquilamente sentados se levantaron; quienes me conocían
esperaron para ver en qué acababa todo, quienes no, salieron corriendo. Los que
estaban en la barra se asomaron a la puerta.
-¡Pero tú estás loco! –me inquirió el
dueño. Esa exclamación se me había hecho tan habitual como que me preguntaran
la hora o me pidieran fuego. No obstante, mis amigos me llamaban el Paranoias.
-Ahora que te ayuden a recoger los que
tienen la borrachera de mayor calidad, ya que sus cantos y sus gritos parecen
no molestarte. Si los demás no tienen dignidad es problema suyo –dije
refiriéndome al albañil y al limpiacristales que, probablemente, no tenían ni
idea de lo que estaba diciendo-, pero yo no pongo un pie más aquí. Retiro la
disculpa, y que sea la última vez en tu puta vida que me llevas aparte para
reñirme, tú no eres mi padre, tú no le llegas a los tobillos a mi padre. Si
tanto te molesta nuestra actitud, deja de servirnos, pero no agarres el dinero
para venirnos lloriqueando al día siguiente. Eres un puto miserable de mierda.
Si alguien cree que no soy capaz de
empeorar aún más dicha situación, es que no me conoce lo más mínimo. Fue un mes
después, concretamente la tarde del veinticuatro de diciembre, para alegrar las
fiestas a todos. Primero debía estar un tiempo sin pasar por allí, no para
calmar las aguas –yo era del barrio, quien tuviera un problema conmigo sabía
dónde encontrarme-, sino porque quería que lamentara perder ingresos. No creo
que le afligiera mucho, pues fui el único con la dignidad suficiente para no
aceptar aquella injusta reprimenda (o a lo mejor el más cabezón, que no lo
niego), pero al menos mi plan de alterar el día a día de la cafetería salió en
cierto modo bien, de manera inesperada. Según me comentaron días después, se
había abierto una brecha entre currelas
y beautiful people que hacía que la
tensión en el ambiente se pudiera cortar con un cuchillo. Si había conseguido
que todos estuvieran tensos y, por ende, que agradara menos estar allí, algo
era algo. Pero siempre fui de meter el dedo en la llaga (y añadir sal y
agitarlo), así que, como digo, me planté allí un mes después movido por la
insolencia que me brindó el alcohol consumido en otro local. Sólo iba a tomarme
una cerveza para después meterme en la cama hasta la hora de salir por la
noche. Mi padre estaba en casa de su hermana y mi madre con sus neuras, luego no
habría cena de Nochebuena en mi casa, lo que me alegraba, nunca he soportado
esas pantomimas.
-¿Puedo tomarme una cerveza?
Pensaba entrar sin preguntar, pero todo
el mundo me miró al abrir la puerta y tenía que decir algo para contener la
risa, o ya iba a ser demasiado esperpento.
-Puedes tomarte lo que quieras –me dijo
el dueño, tras la barra-, sólo te pido que no montes ningún espectáculo.
-¿Cuándo he montado yo un espectáculo
–respondí ya sentado en un taburete-, con lo majo que soy?
Él nunca admitió su error aquella tarde,
por lo que yo tampoco pensaba disculparme por nada. Cada uno disfrutó de sus
cinco minutos para humillar al otro y la vida seguía. Debo admitir que, aunque
mis pasos me llevaron allí para provocar y caldear el ambiente, enseguida me
sentí cómodo. La realidad es que aquella había sido mi oficina durante un par
de años largos y estaba a gusto allí. Enseguida comencé a contar chistes con
mis currelas e incluso algún beautiful people me preguntó qué había
sido de mí, por dónde andaba y eso. En un momento dado, sonó una canción
bastante popular por entonces que decía algo así como ‘me llaman el
desaparecido’, y todo el mundo me miraba y se reía mientras cantaba y bailaba.
Era la tarde de Nochebuena y había mucho ambiente. Lástima que uno tuviera que
destacar y se pasara de listo.
-Míralo, el beautiful people, el jet set, ahí está, como si nada.
Era Carlos, el abogado que se zumbaba a
la mujer del ingeniero, un gilipollas que no me había caído bien ni un solo
minuto desde que lo viera entrar al Domino´s por primera vez. Se conoce que a
raíz de la que monté, el tema de los
currelas y la beautiful people
dejó de ser tabú. También era casualidad que tuviera que tocarme los cojones
precisamente él. Lo miré sonriendo y decidí no hacerle caso.
-El jet set, hay que joderse, míralo,
qué chulico.
No me hablaba a mí directamente, sino al
aire, demostrando lo machote que era delante de las amigas de la cornuda de su
novia. Volví a mirarlo, pero esta vez mi sonrisa le recomendaba entre líneas
que no diera un paso en falso si no quería arrepentirse.
-Ponme una birra, que soy de la jet set
y muy beautiful –dijo al dueño.
No se la habían servido todavía cuando
lo tiré al suelo de un cabezazo en pleno rostro. Dudo mucho que volviera a
ponerse aquella camisa blanca, roja ahora. No contento con aquello, volví a mi
sitio, agarré con fuerza mi botella de cerveza, a la que quedaba más de la
mitad, y dije en voz alta:
-No pienso irme hasta que me la termine.
Y si a alguien le supone algún problema, juro que se la rompo en la cabeza.
-Estás por encima de toda esta mierda.
No deberías beber tanto, saca lo peor de ti –escuché.
La voz me resultó familiar, pero en un
primer vistazo no logré ubicar a aquel desconocido. Tendría alrededor de
cuarenta años. Era una cabeza y media más alto que yo, canoso y, aunque de
complexión normal, con algo de barriga que su camisa entallada disimulaba
bastante mal. No le olía el aliento a alcohol, aunque parecía algo desorientado.
Me pareció, en suma, un pobre diablo, un lobo solitario que vagaba de bar en
bar la víspera de Nochebuena, y por eso no le partí la cara.
-Retiro lo dicho –respondí-. Queda mucha
cerveza en la botella como para perderla por cerrarle la bocaza.
-No me hables de usted, que aún no tengo
cuarenta –respondió.
-Ni de usted, ni de tú: simplemente no
pienso hablarle. Haga el favor de largarse, que está tentando demasiado su
suerte.
Salió de allí cojeando levemente y,
hasta hace pocos días, no volví a saber nada más de él. Habían pasado más de
veinte años y no dudé un segundo de quién se trataba cuando volví a tenerlo
delante. Bueno, algo así.
Hará quince días comenzó una de mis
rachas, nada que me pillara por sorpresa teniendo en cuenta que, con poco más
de treinta y cinco años, llevo perpetrados cuatro intentos de suicidio –hasta
eso se me ha dado mal, por fortuna, supongo-. Mi empresa dejaba atrás la crisis
económica en que desembocó la burbuja inmobiliaria, pero lo hacía poco a poco,
con mucha prudencia. Por ello, aunque la carga de trabajo iba en lento ascenso,
yo continuaba trabajando 25 horas semanales, tren de vida que podía permitirme
al vivir en un ínfimo estudio de alquiler en mitad del campo, un dormitorio con
cocina y baño que me salía prácticamente regalado. Nuevamente me invadía la
sensación de que tenía que hacer algo, poner orden en mi vida. Nada que no
hubiera sentido veinte veces a lo largo de los últimos veinte años. Prepararme
una oposición, retomar la universidad, donde tenía dos carreras a la mitad,
montar mi propio negocio –una cafetería o una correduría de seguros, pues de
poco más entendía y a poco más podía dedicarme-. Estas rachas de incertidumbre
derivaban indefectiblemente en noches de insomnio: un par de días medio zombi,
analizar fríamente la situación, descubrir que no podía cambiar nada,
resignarme y continuar con mi sucedáneo de vida. Pero esta vez no fue así. Pasé
tres noches seguidas en vela. Por fortuna, de lunes a jueves trabajaba sólo por
las tardes, de manera que, cuando al fin lograba conciliar el sueño a eso de
las nueve de la mañana, tenía tiempo de descansar hasta las tres y media, hora
en que me iba a trabajar. Aquel jueves tampoco logré dormir, los tres
ansiolíticos que tomé –a las doce, dos y cuatro de la madrugada- nada
consiguieron. Los viernes trabaja sólo por la mañana, de ocho a una y media.
Aguanté el tirón con un par de cafés y charlando trivialidades con los
compañeros. Creía que iba a caer rendido al salir y ya regularía mi horario
durante el fin de semana, pero me equivoqué. A las cinco, harto de esperar una
reparadora siesta que no llegaba, me levanté y ordené la casa intentando hacer
tiempo sin dar muchas vueltas a la cabeza. Llegó la hora de cenar. Al acabar me
invadió esa maravillosa presión en las sienes que evidenciaba el inmediato
letargo, pero tras dos horas dando vueltas en la cama, volví a desvelarme. Vi
una película, seguía sin sueño y me senté en el salón a leer. Di buena cuenta
de una novela corta de William Kotzwinkle y levanté la persiana. Las siete y
media, de día. Salí a caminar por mi pueblo, me daba miedo coger el coche para
bajar a la ciudad. Regresé cerca de las doce, comencé la lectura de otra novela
y comí. Cuarenta y ocho horas despierto, creo que jamás me había sucedido.
Comencé a sentir que las paredes del estudio se cerraban sobre mí y, de
perdidos al río, me tomé un par de cafés, cogí el coche y bajé al centro. Una
de mis constantes inquietudes, que había que sumar a las cavilaciones sobre
volver a estudiar o emprender mi propio negocio, era la necesidad de un cambio
de domicilio. Llevaba diez años viviendo en un pueblo en mitad de la nada, y
estaba muy agobiado. Tal vez ver altos edificios y luces de neón me ayudaría a
sosegarme. La ciudad estaría viva, era el 23 de diciembre y todos ultimarían
los detalles de las celebraciones de los dos días siguientes. Aparqué detrás de
la Biblioteca Regional de Murcia para sacar un par de libros y películas antes
de volver a casa, y comencé a caminar hacia el centro. A los cinco minutos
empecé a sentirme mal. Un fuerte zumbido me impedía escuchar nada, las piernas
me temblaban y fijé todo mi esfuerzo en llegar a un banco que, aunque apenas a
diez metros de mí, parecía alejarse con cada torpe paso que lograba dar, supongo
debido al efecto alucinatorio del fuerte mareo que me poseía. Lo último que
recuerdo fue un tornado de luces rojas y verdes, y la decepción que me supuso
no ver pasar ante mis ojos toda mi vida, pues aunque no se trataba de un túnel
oscuro con una luz al final, di por sentado que aquella temblorosa amalgama de
luces que me envolvió era el final de todo.
A pesar de la desorientación, no tardé
mucho en ubicarme: estaba en Cartagena, mi ciudad natal, de la que me había
marchado hacía más de diez años. ¿Cómo, por qué, con quién había hecho esos
setenta kilómetros que me separaban de mi estudio en mitad de la huerta
murciana? Me incorporé, había despertado tumbado en un banco de la barriada
Urbincasa, muy cerca de Los Juncos, barrio en el que me crie y pasé los
primeros años de mi compleja existencia. Esperé unos minutos por si alguien que
hubiera estado velándome había ido a por agua o ayuda, pero nada sucedió.
Llevaba la misma ropa que al salir de casa y mi cartera con toda la
documentación y el dinero. Viendo que nadie me abordaba, me levanté y caminé
hacia mi barrio, supongo que buscando cierta familiaridad, aunque de manera
absurda: soy hijo único, mis padres murieron y nada quedaba allí que tuviera
que ver conmigo, pues vivíamos de alquiler y otra familia ocuparía el que había
sido nuestro hogar. Antes de adentrarme en los viejos edificios de mi barriada,
paré a tomar un café y algo de comer en una confitería. Pedí un asiático, café
típico de mi tierra, y un bollo de crema. Abrí el periódico al azar, por una de
sus páginas centrales, y comencé a leer una noticia por la mitad del texto. No
me interesaba lo que dijera, era por hacer algo que no fuera quedarme mirando
un punto fijo de la pared. Hablaba de Felipe González y José María Aznar. Joder
con las putas momias, pensé, a ver si se los traga la tierra de una vez y
miramos hacia delante. Saqué mi billetera y pregunté cuánto debía.
-Doscientas cincuenta pesetas –respondió
la chica tras el mostrador.
Saqué un billete de cinco euros y lo
puse sobre la barra, sujeto bajo un cenicero. No fue hasta que la chica se giró
y se quedó mirando extrañada ora el billete, ora a mí, que caí en la cuenta de
que algo no cuadraba.
-¿Perdón? –dije confuso-. ¿Cuánto ha
dicho?
-Doscientas cincuenta pesetas –insistió.
-O sea –respondí titubeando-, un euro y
medio.
-¿Cómo dice? –ahora era ella quien se
mostraba confundida.
Abrí el periódico de nuevo y lo que vi,
sumado al hecho de mi extraño despertar tan lejos del último punto en el que me
recordaba, me hicieron creer que estaba siendo víctima de una broma de cámara
oculta. Aquel ejemplar del periódico La Opinión estaba fechado el 24 de
diciembre de 1993. Un simulacro de risa abandonó mi cuerpo aunque, en el fondo,
estaba bastante nervioso.
-Venga, va –dije al fin-, ¿de qué va
esto? Lamento deciros que hace años que vivo sin televisor. ¿Todavía existe el
‘Inocente inocente’?
Comencé a mirar alrededor, intentando
dar con la cámara que filmaba mi desconcierto.
-Son doscientas cincuenta pesetas
–insistió la chica, bien metida en su papel.
Mientras seguía buscando la cámara
oculta, sonó la campanilla de la puerta. Un niño de apenas once años se acercó
al mostrador y se dirigió a la chica.
-Dame tres barras de las que se lleva
siempre mi madre.
A punto estuve de vomitar cuando escuché
su voz, y de caer al suelo al verlo. Era Juan, el Johnny, le decíamos. El hijo
pequeño de Carmela, la de la mercería de mi barrio. Estaba exactamente igual
que veintidós años atrás. Sólo entonces caí en la cuenta de que la calle que se
mostraba ante mí tras los cristales de la confitería no era posible. Era mi
barrio y, al cruzar la carretera, se encontraba la iglesia donde hice mi
Primera Comunión, pegada a la guardería a la que asistí hasta los cinco años.
Los coches, muy antiguos, ahora me daba cuenta, cruzaban frente a mis ojos de
lado a lado, por una calle que, estaba seguro, llevaba cinco años siendo
peatonal; y mi guardería tampoco debería estar allí: hacía tres años que su
lugar lo ocupaba un supermercado Día. Di un traspiés y me dirigí de nuevo a la
chica.
-¿Qué cojones ocurre?
Ella me miró muy asustada, no había
nadie más en la confitería salvo ella, el Johnny y yo.
-Señor, por favor, cálmese.
Muy agitado abandoné el local y me
dirigí al borde de una carretera que ya no debería estar allí. Comenzaba a
oscurecer y las luces navideñas que cruzaban la calle por lo alto se
iluminaron. No entendía lo que sucedía. Lo sabía, pero no lo entendía, no tenía
ningún sentido. Decidí alejarme de mi antigua casa, podía… Dios, era macabro
tan sólo pensarlo: podía cruzarme conmigo mismo, o con mis difuntos padres.
Bordeé los tres bloques de casas viejas
y amarillas que conformaban mi antiguo barrio y me vi frente al Domino´s, que
tampoco debería existir ya. Al principio quedé paralizado por el miedo, pero en
un arrebato de sentido común, impropio de aquella situación, caí en la cuenta
de que tenía veintidós años más, y muy difícil sería que me reconocieran. Y,
mientras daba vueltas a todo aquello, fui consciente de lo que significaba el
día y la hora que era, por lo que no me sorprendió el alboroto que llegó del
interior de la cafetería, cuya puerta estaba abierta. No tengo muy claro por
qué lo hice, supongo que me dio miedo romper el círculo. Al entrar vi a un
joven sentado en la barra frente a un tercio de cerveza a la mitad.
-No pienso irme hasta que me la termine.
Y si a alguien le supone algún problema, juro que se la rompo en la cabeza
–dijo dirigiéndose a la concurrencia.
-Estás por encima de toda esta mierda.
No deberías beber tanto, saca lo peor de ti –dije a un joven que acababa de partir
la cara de un cabezazo a un pobre diablo que se retorcía de dolor en el suelo.
No había visto la escena (en todo caso, la había visto veinte años atrás, desde
otro ángulo), pero sabía lo que había sucedido.
-Retiro lo dicho –respondió el joven-.
Queda mucha cerveza en la botella como para perderla por cerrarle la bocaza.
-No me hables de usted, que aún no tengo
cuarenta –respondí.
-Ni de usted, ni de tú: simplemente no
pienso hablarle. Haga el favor de largarse, que está tentando demasiado su
suerte.
Me conocía lo suficiente como para saber
que insistir me costaría un par de dientes, aunque no sé quién se los rompería
a quién. Y aunque la situación era el sueño de cualquier científico (¿qué
ocurriría si nuestros cuerpos se tocaran? ¿Me desaparecerían los dientes si se
los rompía a mi yo de quince años?) decidí alejarme de allí.
Caminé horas en silencio, pensando.
Finalmente, tuve claro que no advertí a aquel imprudente chaval por no romper
el círculo. Estaba escrito que tenía que pasar: veinte años atrás recibí mi
propia visita, y veinte después ese joven alocado volvería a verse consigo
mismo. Me convencí de que la escena llevaba eones repitiéndose, y que tenía un
motivo que acababa de descubrir. ¿Cuál de aquellos era yo, el que descubría la
causa última de todo? ¿El quinto, el milésimo, el tresmillonésimo? Cada segundo
se repite eternamente. ¿Por qué aquella teoría nietzscheana siempre me había
parecido acertada, a pesar de lo poco que, en general, me interesaban y preocupaban
aquellos temas? Una energía superior, un desequilibrio de fuerzas, un
discontinuo espacio-temporal me ponía allí cada veintipocos años, intentando
enderezar el rumbo. Supongo que le sucedería a alguien más, tal vez a millones
de personas en todo el mundo. ¿Y ahora qué? ¿Volvería a despertar en mi
fracasada existencia de 2015? No, no tendría sentido ponerme tan cerca de la
solución sin darme la oportunidad de hacer algo. Aunque está claro que la vez
anterior no hice nada. Mejor dicho, mi otro yo no hizo nada, pues yo era
entonces el adolescente. No volví a verlo jamás, y mi vida era la que era. ¿Y
si me quedaba? ¿Y si lograba acercarme al joven atolondrado y meterlo en
cintura? Un adolescente es fácilmente impresionable, y yo era quien mejor lo
conocía, no debería costarme ganarme su confianza. Iba a intentarlo, decidí,
siempre y cuando pudiera quedarme allí, pues no sabía, no lograba entender qué
suerte de orden nos llevaba adelante y atrás en el tiempo.
Mi dinero no servía de nada aún, y no
podía usar mi D.N.I., expedido diez años después de la fecha en que me
encontraba. Recordé el viejo puente de la rambla, bajo el cual las parejas de
adolescentes buscaban la intimidad que no les daba un coche, la tranquilidad
que no podían pagar en un hotel. Callejeé toda la tarde por una ciudad
prácticamente desierta hasta las doce y media de la noche por el carácter
familiar de la fecha y, a eso de las cuatro de la madrugada, sigilosamente para
no incomodar a la pareja que se entregaba a sus instintos a unos metros de mí,
sin ser visto me acosté en un rincón. De dónde y cuándo despertara dependería
el resto de mi existencia. Y la de aquel joven impetuoso que, a pesar de la
tímida luz que brillaba en su interior, y que nadie hacía por ver, estimular o
intentar comprender, no hacía más que emborracharse, cerrarse puertas y
equivocar caminos, abocándose de este modo a una patética existencia que, por
no haberla pedido nunca, ni saber sobrellevarla con dignidad, varias veces
intentó concluir antes de tiempo.