lunes, 20 de febrero de 2017

SIEMPRE A TU LADO


            La terrible desgracia de Amanda se vio amortiguada por los recursos de que la pareja disponía.  Antes de ser asesor por cuenta propia de los principales grupos empresariales de la región, Romero, su esposo, fue interventor de tres grandes sucursales bancarias de la ciudad y director de la oficina central de la primera aseguradora del país, por lo que apenas con lo que solía llevar encima en efectivo por si tenía que comer o cenar fuera de casa podía pagar a cinco personas que estaban veinticuatro horas al día a su servicio. El personal dormía en la primera planta. Antes del accidente la señora Gerónima ocupaba la planta baja mientras Romero, Amanda y Jaime, hijo de ambos, hacían su vida en la primera, pero hubo que permutar por causas de fuerza mayor. La señora Gerónima limpiaba y cocinaba, además de cuidar del pequeño Jaime, de dos años; el señor Julián cuidaba el jardín y arreglaba cualquier desperfecto, desde cambiar una bombilla hasta reparar tuberías, a cualquier hora del día o de la noche; y Mariela, Carmen y Sofía, enfermeras, rotaban en turnos de ocho horas para atender constantemente a Amanda. A primera hora de la mañana, antes de entrar en la habitación de Amanda –Romero quiso que una de ellas durmiera junto a su esposa, pero ésta se negó, como se negó a dormir con él, como se negó a tantas otras cosas-, comprobaban, más por rutina que por necesidad, que ningún mueble se había movido del sitio en el que fue colocado poco después del accidente para evitar interponerse en el movimiento de la silla. No dejaba de ser absurda esta ocupación, pues Amanda llevaba casi un año postrada en la cama, negándose a usar la silla, considerándola una limosna que la vida le daba. Después entraban en la habitación y recorrían visualmente la piel de Amanda en busca de llagas o úlceras. Para evitar esto la cambiaban de postura varias veces al día. Posteriormente procedían al control del catéter, una cuidadosa limpieza con jabones asépticos, masajes y fisioterapia pasiva. Para finalizar el ritual matutino le daban el desayuno y ponían el supositorio para facilitar la defecación, lo que hacían veinte minutos después de cada comida.
            Las primeras semanas Romero quiso que Amanda fuera visitada regularmente por un psicólogo, pero éste dejó de asistir a su cita semanal harto de aguantar los improperios de una paciente que se negaba a aceptar la realidad y lo pagaba insultándole. Ella no lo consideraba así, pensaba que era el psicólogo quien pretendía engañarla mostrándole posibilidades irreales. Amanda no tenía nada personal contra él, entendía que hacía su trabajo, pero quería que la dejara en paz, que saliera de su vida, eso que los demás llamaban vida.
            Romero pasó con ella cada segundo del día durante el mes posterior al accidente. A partir de ese primer mes, los segundos se convirtieron en minutos que fueron degenerando en horas hasta que Romero delegó todo el cuidado de Amanda en sus asalariados. Romero protestaba, reprochaba a su esposa que no valorara todos los cuidados que le prestaba desde el accidente. Sin embargo, aquel matrimonio hacía aguas que Romero no quiso o no supo ver desde mucho antes.

***

            Cuando Amanda quedó embarazada, de inmediato Romero contrató a Gerónima, algo que le supuso una suerte de tranquilidad pues era de los pocos hombres de su círculo que no tenía asistenta, lo que parecía colocarlo un escalón por debajo del resto aunque todos conocían de sobra su potencial económico. Amanda agradeció el gesto, cuando ella misma se negó a tener asistenta tras su matrimonio, pues de este modo podría volver a trabajar.
            -¿Para qué demonios quieres trabajar? –preguntó Romero-. ¿Acaso te falta algo? Con lo que gano tienes más de lo que nunca pudiste soñar.
            -No se trata del sueldo, cariño –respondió Amanda-. Es el trabajo en sí lo que necesito.
            -Vamos, vamos –dijo Romero con una condescendencia que irritó a Amanda-, no tienes que demostrar nada a nadie.
            -Pero si no quiero dem…
            -¡Basta ya de tonterías! –atajó Romero en seco-. La madre de mi hijo no va a trabajar porque no tiene necesidad y no me sale a mí de los cojones. Y punto.

***
            Jaime, un precioso bebé de dos meses, dormía en su cuna mientras Romero y Amanda miraban el televisor. Él, sentado en un sillón con los pies sobre un taburete forrado en cuero. Ella, tumbada en el sofá. Era la hora de las noticas, y la sección de sucesos arrancaba con un escalofriante titular: una mujer había sido asesinada a golpes con una bombona de butano en Cartagena. El homicida, pareja sentimental de la víctima, era un camarero cocainómano que chantajeaba al propietario de su último trabajo por haberlo tenido unos días a prueba sin contrato.
            -Y todavía te quejarás –comentó Romero a su mujer sin dejar de mirar el televisor-. Perfectamente podrías haber acabado con uno de esos. Tendrías que ser más agradecida con lo que tienes.
***

            Cuando se conocieron, Amanda era jefa de comerciales de la oficina que en la ciudad tenía la segunda inmobiliaria del país. Apenas pisaba la oficina un par de veces por semana para revisar el correo y aclarar las dudas que sus catorce subordinados pudieran tener. Su trabajo estaba a ras de calle, visitando viviendas para su adquisición, mostrando otras para su venta, acompañando al potencial cliente a bancos y corredurías para que fueran asesorados en materia de crédito y seguros, actividad esta última que le proporcionaba unos emolumentos en forma de comisión que casi igualaban, cuando no superaban, su nómina. Tras la boda se dejó convencer por Romero para reincorporarse al trabajo sólo a media jornada, lo que ocasionó un descenso no sólo salarial sino de estatus, pues las normas internas de su empresa exigían  que cualquier cargo con responsabilidad sobre subordinados se ejerciera a jornada completa. «No creas que no agradecemos todo lo que has hecho estos años –explicó su superior-, pero si diriges un equipo de personal, tienes que estar siempre disponible. Sé que a día de hoy es políticamente incorrecto decirlo, pero estamos en confianza: la realidad es que las cargas familiares y las laborales no se llevan bien». Necesitaba compensar esa media jornada de inactividad y prohibió terminantemente a su marido cualquier tipo de asistencia en casa.
            -No soy una inválida –recordaba ese comentario como si lo hubiera pronunciado el día anterior-, es mi casa y puedo llevarla.
            -¿Por qué no sales a entretenerte con tus amigas? Mis socios no entienden tu empecinamiento en complicarte la vida.
            -Sería feliz si tan sólo lo entendieras tú.

***

            Salvo error, que sonara el teléfono a las tres de la madrugada de un martes no era buena señal.
            -Gracia, deprisa, venid al hospital.
            Gracia sintió que a su yerno le faltaba el aire entre palabra y palabra y el término ‘hospital’ no auguraba nada bueno.
            -¿Romero, hijo, qué ocurre?
            -Habitación 204. Venid, deprisa –dicho lo cual colgó sin dar opción a más preguntas.
            Había una fila de ocho sillas de plástico blanco vacías, pero Romero estaba sentado en el suelo cuando los padres de Amanda llegaron al hospital. Los miró sin decir nada, Gracia y su marido entendieron que era absurdo preguntar, su yerno estaba presente sólo en cuerpo, con su espíritu divagando por los más oscuros rincones del subconsciente. El doctor salió al pasillo, confirmó –cosa que intuyó nada más verlos- que Gracia y su marido eran los padres de Amanda y dio sin rodeos la noticia: Amanda había sufrido un accidente de tráfico y jamás volvería a moverse de cuello para abajo.

***

            Finalmente quedó embarazada. Siempre quiso ser madre, pero lo tenía planeado para unos años después, pues antes quería ver cumplidas ciertas expectativas que consideraba no incompatibles, pero sí más complicadas, con la maternidad. Romero respiró tranquilo cuando el embarazo se confirmó.
            -Menos mal, a ver si te dejas ya de tonterías y empezamos a parecer una familia –fue todo lo que dijo al conocer la noticia.
            Amanda tardó en asimilar la nueva situación, pues muchos de sus planes se iban al traste y había tomado todas las precauciones habidas y por haber para evitar el embarazo. Cuando descubrió dos preservativos con claros indicios de sabotaje en su envoltorio –ínfimos puntos del diámetro de una aguja- comenzó a entender no sólo el embarazo, sino muchas otras cosas. Dejó de verle la gracia a aquella broma que tanto repetía con sus amigas: la vida de casada está bien al principio. Luego ya, cuando sales de la iglesia…
            Cogió una excedencia en su trabajo y Gerónima fue contratada. Ambas cosas se suponían temporales, pero nunca volvió a su trabajo y Gerónima comenzó a dormir en su casa tras el parto, en la habitación donde se encontraba la cuna, que no era la del matrimonio.
            -Esto no tiene sentido. Si mi hijo, nuestro hijo, llora, quiero levantarme y ver qué le pasa –rogaba Amanda.
            -¿A las tres de la mañana? De verdad, a veces no entiendo cómo dices tantas estupideces.

***

            -Mira cielo, estas son Mariela y Carmen –anunció Romero-, y esta noche conocerás a Sofía, que ahora está descansando.
            Las dos enfermeras sonrieron e inclinaron levemente la cabeza.
            -Siempre tendrás a una de las tres cerca de ti para cualquier cosa que necesites. Además, he hablado con Julián y se va a instalar aquí, junto a Gerónima, en la primera planta. Nosotros nos quedamos en el bajo. En realidad así es mejor, es más seguro para Jaime, no vaya un día a caerse por las escaleras.
            Sonrió nervioso, sintiendo que tal vez el último comentario estaba de más, como le confirmó la mirada de reproche de las enfermeras. Amanda no dijo nada, incapaz de pensar en otra cosa que no fuera el hecho de que su cabeza estaba condenada a vivir cosida a su cadáver.

***

            El pequeño Jaime iba a cumplir seis meses cuando estaba a punto de expirar su período de excedencia. Le dio la mañana libre a Gerónima y marchó con el pequeño a sus antiguas oficinas.
            -¡Ay, por Dios, qué cosa más bonita! –exclamo Cari, la recepcionista, en cuanto la vio entrar.
            -Sí –reía Amanda-, está mal que yo lo diga, pero es precioso. ¿Está Ginés por aquí?
            -Claro, un segundito y lo aviso.
            Pulsó un pequeño botón rojo del teléfono, anunció la visita de Amanda y, tras escuchar a su interlocutor, se dirigió a ésta:
            -Pasa guapa, tiene muchas ganas de verte.
            Ginés era Director de Recursos Humanos desde hacía más de diez años, y fue quién la descendió tras su maternidad por entender que no podría seguir ejerciendo ningún tipo de responsabilidad sobre su equipo de ventas.
            -Hola Amanda, preciosa, pasa. ¿Pero quién es este niño tan guapo?
            El pequeño Jaime reaccionó con jolgorio a los aspavientos de Ginés, moviendo alegremente los brazos mientras emitía pequeñas carcajadas.
            -Uy, qué espabilado es. Seguro que el día de mañana es tan capaz y audaz como su padre.
            Ginés y Romero habían estudiado juntos el bachillerato y la carrera de económicas y seguían en contacto. De hecho, Ginés era de aquellos que bromeaban diciendo a Romero que se había casado con la Pasionaria.
            -Su madre también ha hecho por elevar la cifra de ventas de alguna empresa –respondió Amanda sin poder evitar cierto enojo.
            -Claro que sí, guapetona. Mientras pudiste trabajar admito que fuiste de lo mejorcito que hemos tenido por aquí.
            -Entonces te alegrará saber que vuelvo. Necesito un poco de acción.
            -¿Cómo que vuelves? ¿Y esto qué? –respondió Ginés señalando al niño en su silleta.
            -Esto se llama Jaime –dijo Amanda sin molestarse mucho en camuflar su irritación-, y no supone ningún problema. De hecho, quiero volver a mi primer puesto, a jornada completa con mi equipo. ¿Siguen los de siempre? –añadió con nostalgia.
            -A ver, a ver, vamos por partes –Ginés obvió la pregunta-: tienes un hijo y un marido que gana lo suficiente como para que vivan con comodidad tres o cuatro familias. ¿Quieres volver? ¿Y a jornada completa?
            -No, Ginés, no quiero volver: NECESITO volver –respondió enfatizando sus palabras-. Yo no valgo para estar encerrada en casa.
            -¿Y quién ha dicho que no trabajar implica un encierro? Sal con tus amigas, haz cursos, no sé, de costura o pintura. Lee, haz ejercicio. ¡Tienes mil posibilidades!
            -No pienso tirarme en el sofá con una revista mientras la asistente cuida de mi hijo. Para eso yo misma lo haría.
            -Pues claro que sí, guapetona, si de eso se trata. Esta empresa tiene mucho que agradecerte tras tus años productivos, pero ahora ha llegado un punto y aparte y te debes a otros menesteres. ¿O quieres que tu hijo sólo te vea un rato por las noches?
            -Mayormente ése es el tiempo que ve a su padre.
            -Pero no compares, guapísima: él tiene muchísimas responsabilidades. Ya le gustaría poder pasar más tiempo contigo y el niño, pero de su trabajo dependen las ganancias de muchas personas.
            Amanda pronunció el presentimiento que súbitamente se adueñó de ella:
            -¿Has hablado con él?
            -Claro que no, preciosa. Bueno, es cierto que nos vemos de vez en cuando, pero no me había comentado nada de esto, por eso me he sorprendido cuando me has dicho de volver al trabajo. Pensaba que era una visita de cortesía, para conocer al pequeño.
            -¿Seguro que no te ha dicho que quería reincorporarme? Porque mira que tuvimos una buena gresca por eso.
            -Algo me comentó, pero vamos, nada importante. Te garantizo que él no le da mayor importancia y no está enfadado contigo. Sólo quiere tener una familia normal, como cualquiera.
            -Mira, ya está bien –zanjó Amanda-. Si no me quieres como jefa de equipo, de acuerdo, ya lo asumí una vez y no me cuesta trabajo. Pero el viernes termina la excedencia y si algo tengo claro es que el lunes a las nueve estoy aquí, en calidad de auxiliar administrativa o de lo que sea.
            -¿Pero a cuento de qué sales ahora con la excedencia? Yo pensaba que eso estaba ya aclarado.
            -¿De qué coño hablas? –inquirió Amanda perdiendo la paciencia.
            -Pues que la excedencia era una jugada jurídica que te cubría las espaldas si algo salía mal. Ya le dije a Romero que no era necesario, que siempre podrías volver mientras yo estuviera aquí, pero es como es, y quiso asegurarse.
            -¿Por si algo salía mal? Vamos, que para volver al trabajo tendría que haber sufrido un aborto.
            -Bueno, si te soy sincero, en ese caso no creo que Romero te hubiera dejado volver en un tiempo largo. Más bien era por si le ocurría algo a él. No quiere dejar desprotegido al pequeño. Ya sabes, con lo que os gustan los zapatos y los bolsos, podrías lapidar la herencia en un mes –dicho lo cual rio efusivamente ante una Amanda que no veía el chiste por ningún sitio.
            Amanda se sintió mareada. Tratando de no escurrirse silla abajo, se dispuso a levantarse y marcharse de allí.
            -Sea como sea –dijo antes de salir-, tengo un contrato de mi parte. El lunes nos vemos.
            -No pensé que fuera necesario –dijo Ginés frotándose la frente, como si una terrible jaqueca le impidiera continuar hablando, aunque continuó-, pero decidimos ser previsores por si ocurría algo así. Antes de irte pide a Cari un sobre que hemos dejado en recepción para ti.
            Amanda creyó que la habitación se movía y no quiso seguir preguntando por miedo a perder el conocimiento. Salió del despacho y antes de poder decir nada vio el sobre, con su nombre escrito en tinta roja, sobre el mostrador. Probablemente Ginés había avisado por línea interna a Cari, quien tecleaba en su ordenador sin levantar la vista. Amanda cogió el sobre y se sentó en uno de los mullidos sillones de la sala de espera. Contenía una carta en la que se le anunciaba su despido por, literalmente, «causas económicas, técnicas, organizativas y de producción», y se le hacía saber que la disminución del beneficio durante tres trimestres consecutivos hacía inviable mantener su puesto de trabajo. Por todo ello se la indemnizaba con veinte días de sueldo por año trabajado –y no con cuarenta y cinco, como era habitual-. La carta venía fechada quince días antes y adjuntaba un cheque por importe de dicha indemnización. Muy alterada y sin pedir permiso a Cari, que continuaba sin levantar la vista del teclado, cogió el teléfono y pulsó el botón de la extensión de contabilidad.
            -¿Sí? –respondió una voz masculina.
            -Carlos –dijo Amanda-, soy Amanda. ¿Tienes un minuto?
            -Hola guapetona. Claro que sí, dime.
            -Me despiden por pérdidas durante tres trimestres consecutivos. ¿Es eso cierto?
            -Jaja –rio Carlos-. Sí, claro, estamos en la ruina. No, verás, es una formalidad, cariño, hay que decir eso para reducir la indemnización.
            Amanda no terminaba de entender la naturalidad con la que Carlos, a quien tenía por un buen amigo, decía todo aquello.
            -¿Entonces no es cierto?
            Carlos permaneció en silencio unos segundos, tras los cuales preguntó:
            -¿Te ocurre algo?
            -¿Que si me ocurre algo? –Respondió Amanda, que no salía de su asombro-. Joder, que me despiden sin razón. ¿Te parece poco?
            -¿Pero todo esto no estaba pactado?
            -Por lo visto sí, pero entre la empresa y mi marido. Yo he venido tan feliz a reincorporarme y me he encontrado el pastel. Tú podrías declarar que no existen tales pérdidas, ¿verdad?
            -A ver, Amanda, yo no quiero problemas.
            -Pero Carlos…
            -No quiero problemas –sentenció Carlos antes de colgar.

***

            Como venía siendo triste costumbre, no habían transcurrido cinco minutos desde el comienzo del informativo cuando la presentadora ya estaba anunciando un nuevo caso de violencia de género: una mujer de 25 años había sido asesinada en Plasencia por su pareja sentimental, un albañil de 42 años con el que vivía desde hacía siete meses. Según los vecinos, no era raro escuchar terribles discusiones casi cada noche y el hombre bebía más de la cuenta. La había arrojado por la ventana del quinto piso que compartían.
            -Joder, qué lista. Ya me la imagino dándole la alegría a su padre –comentó Romero-: papi –dijo con voz aguda, imitando a una niña- he conocido el amor, me voy a vivir con este fortachón, um…
            -Cómo se sentiría en casa para irse a vivir con un borracho que casi le dobla la edad.
            -¿Qué cojones dices? Los padres serán como todos: le dirían que estudiara o trabajara, le pondrían unas normas en casa como cualquier persona debe tener. Pero ella se creería más guapa que ninguna y mira cómo ha terminado.
            -De verdad, Romero, a veces prefiero no escucharte.
            -Pues nada, cuando quieras te vas a vivir con uno de los que juegan al dominó con tu padre por las tardes, que se calzan los chatos de vino como si fueran de agua y sólo saben leer el Marca, y cuando vueles por una ventana ya me echarás de menos, desagradecida de mierda.

***

            Romero era hijo único y había perdido a sus padres tres años atrás en otro terrible accidente de tráfico, lo que hacía el momento especialmente trágico para él, pues parecía estar escrito en los difusos muros del destino que todos sus males llegarían de la forma más funesta. Sus suegros temieron un intento de suicidio y decidieron instalarse unos días con él para, además, acompañar y ayudar a su hija cuando llegara al hogar. Mientras Gracia daba la triste nueva a Gerónima y al señor Julián, con indicaciones de cómo iban a cambiar las cosas en cuanto su hija regresara, un destrozado Romero, a quien su suegro abrazaba por miedo a verlo caer, explicaba a los agentes de atestados cómo había ocurrido todo.
            -Estaba girando para meter el coche en el garaje, no podía ir muy deprisa, todo lo contrario, estaría semiparada. Escuché un tremendo golpe y, cuando bajé, la encontré inconsciente en su asiento.
            -¿No vio cómo sucedió?
            -No, eran más de las dos, yo estaba durmiendo. Escuché el golpe, me asomé, vi el coche en una posición muy extraña, con las luces encendidas, y bajé corriendo.
            -Su esposa giraba a la derecha, luego el otro vehículo invadió su carril.
            -Iría borracho –intervino el suegro.
            -No obstante –continuó el agente- sólo escuchó un fuerte impacto: ni acelerones, derrapes…
            -No, nada –respondió Romero abatido.
            -Es extraño que no tratara de frenar, aunque fuera ya tarde, es una reacción instintiva. Pero parece que no lo hizo, no hay marcas de neumáticos.
            -Imagínese cómo iría –sentenció de nuevo el suegro.
            -Sus vecinos tampoco han visto nada, así que hasta que su esposa recupere la consciencia no tenemos ninguna referencia del otro vehículo, salvo que debe llevar marcas de accidente en la parte frontal. En fin, descansen y si recuerdan algo que nos pueda ayudar a dar con el otro vehículo comuníquenoslo sin demora.

***

            Amanda regresó poco antes de la hora de comer y se sentó en el sofá a esperar a Romero sin saber que no entraba en los planes de éste comer en casa. Sin probar bocado, sin hablar con nadie, permaneció sentada en el sofá hasta que Romero llegó, a eso de las ocho y media de la tarde.
            -¿Está la cena? –dijo por todo saludo.
            -Esta mañana pasé por mi oficina para ver a Ginés.
            -Ah, ¿ya conoce a Jaime? Seguro que se le caía la baba, con lo que siempre le han gustado los niños. Yo le había enseñado alguna foto que llevo en el portátil.
            -Me han despedido –atajó secamente.
            -¿A qué viene eso ahora? ¿No lo habíamos hablado ya?
            -Sí, por eso me sorprende. Habíamos hablado tú y yo sin llegar a conclusiones. Y ahora debíamos hablar Ginés y yo. Lo que no entiendo es dónde encaja la conversación que, a todas luces, habéis mantenido Ginés y tú.
            -Somos amigos desde hace muchos años.
            -¡Pues hablad de fútbol, maldita sea! –gritó Amanda.
            -¿Pero se puede saber qué coño te pasa? Ya decidimos que te quedabas en casa, como una buena madre.
            -No, no decidimos nada –una lágrima empezaba a asomar entre sus párpados-, tú decías que me quedara en casa; yo, que quería volver a trabajar. No estaba nada decidido.
            -¡Pues ahora ya lo está! ¡Tú aquí con tu hijo! ¡Y se ha terminado!
            -Pe… pero…
            -¡Una palabra más y te arrepientes! ¡No me obligues a repetirlo!

***

            Amanda estaba postrada en su cama mirando al techo. Gerónima sentía que siempre había estado así, que la conoció inmóvil. Muy lejos, en el recuerdo, quedaba la mujer alegre que caminaba por la casa con su hijo en brazos y, cuando su marido no miraba, guiñaba un ojo a la veterana sirvienta para hacer con ella las tareas, excusándose en el aburrimiento.
            -Acaba de llamar su marido –anunció Gerónima-. Tiene una cena importante y después sale de viaje de negocios. Ya vendrá el domingo por la noche.
            -¿No ha dicho que le prepares nada de ropa?
            -No, ahora que lo dice, no.
            -Gerónima, de verdad, a veces no sé si eres tonta o te lo haces. Viaje de negocios significa irse a cazar y a navegar a la casa de Don Braulio a orillas del lago. Sé que tiene ropa allí, me lo dijo su esposa cuando esto aún parecía un hogar.
            -Ay, señora Amanda, no diga esas cosas. Su marido se desvive por usted y sólo encuentra recelo y malas maneras. Es normal que quiera pasar unos días con sus amigos, el ambiente en esta casa ya es malsano. Es usted quien no quiere que esto sea un hogar.
            -Tienes razón, Gerónima. Soy una desagradecida.

***

            -¿Quién es Claudio? –preguntó Romero nada más dar el último bocado a la cena.
            -¿Quién? –respondió Amanda mientras limpiaba la boca al pequeño Jaime tras la última cucharada de puré de verduras.
            -¿No conoces a ningún Claudio? –insistió Romero mientras Gerónima entraba y salía de la cocina, recogiendo platos, manteles y cubiertos.
            Finalmente Amanda se ubicó en la paranoia de su esposo, pero miraba con ojos alarmados ora a su sirvienta, entrando y saliendo, ora a su pequeño hijo, tratando de que Romero entendiera que ese no era el momento de sacar a pasear sus neuras.
            -¿Qué te preocupa? –pregunto éste-. ¿Es que tienes algo que ocultar?
            -Gerónima –llamó Amanda-, lleva al pequeño a su habitación, yo terminaré de recoger la mesa.
            La sirvienta hizo lo que se le ordenó y, una vez estuvo fuera de escena, la conversación se reanudó.
            -No me gusta que tutees al servicio –comenzó Romero, siempre pendiente de todo.
            -¿Y a ti? ¿Qué te preocupa? –Atacó Amanda esta vez.
            -Me preocupa –respondió Romero sin dudar ni un solo instante- que un hombre le diga a mi mujer que se acuerda mucho de ella y tiene ganas de verla.
            -¿Has leído mis mensajes del móvil?
            -Por tu bien, deja de hacer preguntas y empieza a responder.
            Un escalofrío recorrió la espalda de Amanda tras tan cortante sentencia y volvió a sentarse.
            -No… no… -titubeó- no tengo por qué… esto es humillante.
            -Dime quién es ese tal Claudio si quieres volver a vernos a mí y a mi hijo.
            El universo de Amanda se tambaleaba y decidió que era más práctico calmar a la bestia que luchar por ideales que, en pleno siglo XXI, parecían no estar todavía lo suficientemente arraigados.
            -Es un compañero de la facultad. Nada más terminar la carrera empezó a trabajar en Bélgica y no nos hemos visto desde entonces. Carmina está organizando una cena de antiguos alumnos y coincide con dos semanas que Claudio pasará en España por un seminario que imparte. Se enteró de que yo también iba y se alegró, simplemente. Joder, y yo también, es uno de mis mejores amigos.
            -Así que un exnovio de los buenos tiempos aparece de nuevo. No te pregunto qué opinan su mujer y sus hijos de lo bien que os lleváis porque un hombre casado jamás hablaría en esos términos a la fresca que se la chupaba en los servicios del campus.
            -¿Qué exnovio, imbécil? –saltó Amanda-. Claudio es homosexual.
            Romero permaneció en silencio unos instantes. La noticia calmaba las aguas, turbias desde que leyera el mensaje aquella mañana, pero no le había gustado nada la reacción de su mujer. Tiró al suelo los restos de pan que quedaban sobre el mantel y los remojó con vino. Se levantó y, mientras abandonaba el salón, dijo:
            -Limpia y recoge eso. Y ten mucho cuidado con lo que dices.

***

            Romero leía el periódico mientras Amanda jugaba con Jaime sobre una manta.
            -Hostia, qué bueno el titular –dijo Romero-: ‘Ronnister maltrata al Zaragoza’.
            -¿Por qué? –preguntó Amanda.
            -Ronnister es el jugador del Sevilla que han acusado de darle cuatro guantazos a su novia.
            -No le veo ninguna gracia –respondió Amanda volviendo la vista hacia su hijo y continuando el juego con él.
            -Bah, qué histéricas os ponéis. A ver si ahora porque a una persona se le vaya la pinza un segundo se le tiene que joder la vida. Al menos este hace algo productivo, no es un albañil borracho como el de Plasencia.
            -¿Darle patadas a un balón?
            -Parece mentira que hayas ido a la universidad. ¿Sabes los ingresos y el ambiente que a una gran ciudad le supone el fútbol?
            -Claro, y eso justifica que maltrate a su pareja.
            -¡Joder ya con el puto maltrato! –gritó Romero. El pequeño Jaime soltó el juguete que agarraba y comenzó a hacer pucheros que evidenciaban un inminente llanto-. Hay que ver cómo os ha dado por la palabrita de moda. Le daría un guantazo porque estaría hasta los cojones de aguantarle gilipolleces, que estáis cada día más porculeras. Anda que no acabé yo también hasta los huevos de ti cuando te dio por la gilipollez de volver a trabajar.
            Amanda cogió en brazos a Jaime y lo sacó de la habitación. Sentada con él en brazos sobre la cama de su dormitorio escuchó la voz de Romero.
            -Nena, dile a Gerónima que sirva la cena, que tengo hambre.

***

            -Mi amor, Ginés y su esposa han venido a verte.
            -No quiero ver a nadie y lo sabes.
            -Pero no puedes pasar el resto de tu vida encerrada en esta habitación.
            -¡No quiero ver a nadie y menos a ese hijo de perra machista con el que tan bien te has llevado siempre!
            La puerta estaba abierta y el antiguo jefe de Amanda esperaba en el pasillo junto a su esposa. Cuando Romero se disponía a poner cualquier banal excusa, Ginés lo detuvo con una benevolente sonrisa, tomó del brazo a su esposa y se marchó de allí.

***

            A Romero lo despertó el sonido que anunciaba la recepción de un mensaje de texto en el teléfono, aunque se le antojó muy lejano. Comprobó que su teléfono estaba sobre la mesilla de noche y que, como pensaba, no había recibido nada. Era más de la una de la madrugada y, puesto que ambos tenían el mismo sonido, supuso que Amanda había olvidado su móvil en alguna mesa del salón o cocina. Se levantó para leer el mensaje, por si era algo que debiera hacerle saber llamando a alguna de las amigas que estarían con ella. Era la noche de la cena de antiguos alumnos de la facultad.

7 Sep. 2015        1:14
De: Claudio

Ha sido maravilloso volver
a verte. Espero que podamos
repetirlo pronto.

***

            -Lo que estás haciendo no es justo. Volqué mi vida en ti desde el primer momento. Nunca has tenido necesidad de trabajar, has hecho lo que has querido, has vestido como has querido, has comido en los mejores restaurantes, has estado en París, Roma, Nueva York… Te compré el coche que quisiste, sabes que a nuestro hijo nunca le faltará nada. Desde que ocurrió la desgracia puse todos los recursos posibles a tu servicio, y yo estaría contigo cada segundo del día si no me trataras con el desprecio con que lo haces. Juré ante la Virgen que estaría a tu lado en lo bueno y en lo malo, pero si esto va a seguir así me desentiendo de ti, te llevo a un centro especializado, me da igual cuánto cueste, y te puedes dedicar a insultar y amargarle la vida a los que cuiden de ti. Siempre y cuando cumplas lo acordado, el dinero nunca será un problema. Pero como te vayas de la lengua ya puedes olvidarte de todo. Te dejo en la puerta de tus padres y que ellos te limpien el culo.
            -Haz lo que te dé la gana. Pero antes, y ya que sacas el tema, llama a Sofía, creo que me he cagado.

***

            -¿Qué haces aquí? –preguntó Amanda al ver a Romero sentado en la cocina, haciendo girar el móvil de ésta sobre la mesa.
            -¿Qué tal la cena?
            -Muy bien. Un sitio no de mucha enjundia, pero bonito y con buen servicio. Ah, mira donde estaba –dijo señalando el teléfono que Romero hacía girar y girar.
            -Tus amigos no pueden permitirse ir a los sitios que nosotros frecuentamos –continuó Romero-, ¿verdad, mi vida?
            -¿Te ocurre algo? ¿Por qué no estás en la cama?
            -¿Y Claudio? –siguió inquiriendo sin escuchar-, ¿puede llevarte a los sitios donde yo te llevo? ¿Puede pagar esta casa, tus ropas, tu coche?
            -¿Ya estás otra vez? ¿Pero se puede saber qué mosca te ha picado con eso? Pero si ha llevado a su chico a la cena. Y oye, es guapo.
            Amanda emitió una tímida carcajada antes de girarse para alcanzar un vaso donde servirse un poco de agua. Nada más poner el borde del vaso sobre sus labios sintió un fuerte golpe en la espalda. Fue lo último que sintió jamás por debajo de su cuello. Sí sintió, empero, las decenas de patadas y puñetazos que Romero le siguió procurando en la cabeza hasta que perdió el conocimiento.

***

            -Mi esposa duerme en estos momentos –dijo Romero tras abrir la puerta al mismo agente a quien contó su versión del accidente días atrás.
            -No se preocupe, no es necesario despertarla ahora. Así, usted valora cómo debe darle la noticia cuando despierte.
            -¿Qué noticia? –preguntó Romero algo desorientado.
            -Hemos encontrado al que lo hizo. Bueno, más bien el cuerpo. No va a ser posible procesarlo por ningún cargo pues cayó por un barranco y ha fallecido. Se conoce que era aficionado a la velocidad. Una buena pieza: robos, peleas… Pero al final, pasaba dos días en el calabozo y volvía a la calle.
            -¿Y cómo saben que era él? –dijo Romero sin salir de su asombro.
            -Tras el accidente lanzamos el aviso a todos los talleres de chapa y pintura de la región. Uno de ellos nos informó de un vehículo con graves desperfectos que no quiso dejarlo a reparar, simplemente pidió presupuesto. El mecánico apuntó la matrícula sin ser visto, siempre lo hace en caso de claro accidente, buena costumbre. Dicho vehículo, la misma noche que chocó con su esposa, fue visto por varios testigos al estamparse contra otro vehículo aparcado a pocas manzanas de aquí, aunque en aquel caso no hubo más implicados. Cuando nos disponíamos a detener al propietario descubrimos que había fallecido. Qué casualidad, yo mismo me encargué también de ese atestado. En fin, lo importante y lo que lamento comunicarle es que, como era de esperar, carecía de seguro y no tiene ingresos ni patrimonio conocido más allá de su vehículo. Sé que nada puede resarcir a su esposa del daño sufrido, pero, claro está, una buena indemnización probablemente hubiera ayudado a salir adelante.
            -Como bien dice –anunció Romero-, nada salvo el tiempo puede ayudar a mi mujer. Pero, entre nosotros, me alegro del fin que ha tenido ese malnacido.
            -No diré que me lo ha dicho –respondió el agente guiñando un ojo a su interlocutor-. Si no necesita nada más de mí, con su permiso me retiro.

***

            Cuando Amanda recuperó el conocimiento no había nadie en la habitación. El doctor pasaría a verla por la mañana, la enfermera dejó dicho a Romero que la avisara si ocurría cualquier cosa y éste aún no había avisado a nadie. No hasta que pudiera hablar con ella.
            -¿Dónde estoy? –Preguntó-. No puedo moverme.
            -En el hospital –sollozó Romero, cuyas lágrimas apenas le dejaban ver a su mujer.
            -¿Qué ha pasado?
            -¿No lo recuerdas? –Romero creyó ver una intensa luz atravesar sus opacas nubes-. Has tenido un accidente, cuando volvías de la cena.
            -¿Accidente? No, ahora recuerdo. La cocina, tenías mi teléfono…
            -¡Ha sido un accidente! –chilló Romero agarrando con firmeza la muñeca de su mujer, quien no lo sintió. Amanda entendió al instante la situación.
            -¿Cómo pretendes hacerlo pasar por un accidente? –preguntó resignada.
            -Antes de llamar a la ambulancia te senté en el asiento del conductor, destrocé lateral y frontal del coche con un marro y lo saqué a la acera, donde di dos o tres golpes más para alertar a los vecinos y que al menos testificaran que escucharon fuertes impactos.
            -Alguien puede haberte visto.
            -No, en nuestra calle sólo viven los Pérez, los Buendía y los Márquez, y estos últimos ni siquiera estaban en casa, lo sé bien, son clientes, conozco su agenda.
            -¿Y qué te hace pensar que no diré nada?
            Romero de nuevo rompió a llorar y respondió:
            -No vas a decir nada porque sabes que te quiero, que ha sido un error imperdonable, lo sé, pero también sé que acusarme sólo empeoraría las cosas. Tenemos un hijo, una vida, nuestras amistades, nuestras familias. ¿Vas a renunciar a todo de la noche a la mañana?
            Amanda no parecía muy satisfecha con el sermón, por lo que continuó:
            -¿Qué sería de ti si nos separaran? ¿Qué sería de Jaime si cesan los ingresos? Es cierto que tengo un patrimonio impresionante pero, aún en el poco probable caso de que lograras venderlo todo, piénsalo bien, y siento ser tan frío para abrirte los ojos: lo tuyo es para toda la vida. Has quedado tetrapléjica, mi vida, y vas a necesitar cuidados y atenciones mientras vivas. Podemos hacer esto juntos, mi amor, pero tú sola no puedes. Ni tu familia.
            Miró a su esposa buscando una luz en la mirada que confirmase su acuerdo o desacuerdo, pero ella permanecía impasible mirando al techo.
            -Tengo que pensar –dijo finalmente.
            -Sí –respondió Romero soltando su mano y levantándose-, pero tienes que hacerlo rápido, porque voy a avisar a tus padres. Tienes que elegir: aceptar la versión del accidente y asumir la situación con los medios de que disponemos, con los que otra mucha gente no puede ni soñar, o contar lo sucedido, quedando de todos modos pegada a una silla de por vida, y perderme para siempre, destrozando así la vida de tu hijo y de tus padres.

            Romero abandonó la habitación y Amanda quedó sola pensando. Tras llamar a sus suegros Romero esperó a que llegaran sentado en el suelo del pasillo. Para cuando entraron a ver a su hija, ésta ya había tomado una decisión.

No hay comentarios:

Publicar un comentario