miércoles, 23 de octubre de 2013

LOS CUATRO JINETES

Era el tercer día de julio y no hacía tanto calor como otros años, incluso refrescaba por las noches, luego aquel verano los planes habían salido aún mejor de lo esperado. Siempre tomábamos vacaciones en julio para evitar el bochornoso sofoco de agosto pues nunca fuimos carne de pasar días enteros en playas y piscinas y buscábamos siempre la opción de poder visitar parajes rurales o cascos urbanos bien temprano por la mañana o al comienzo del ocaso, lo que es mucho más llevadero en julio. Y aquel apuntaba maneras de ser un julio primaveral que no perderíamos ocasión de disfrutar.
Ángel y Esteban jamás tuvieron problemas para conseguir vacaciones en julio pues en sus respectivos trabajos los compañeros vendían su alma por las semanas de agosto, apalabrando cruceros y apartamentos de alquiler allá por marzo y entregando señales en efectivo que se arriesgaban a perder. Mi empresa cerraba en agosto y esas eran las vacaciones forzosas para todos, pero al estar a media jornada podía trabajar días enteros y acumular las horas necesarias para conseguir los días de julio en que decidíamos perdernos por la geografía. Jorge era fotógrafo y diseñador gráfico free-lance y él escogía sus propias vacaciones. Siempre dependía un poco de la clientela, lógicamente, pero la época fuerte de fotografía se daba entre octubre y abril y las campañas publicitarias veraniegas las dejaba liquidadas antes de junio para que cada cartel, tríptico, mechero y llavero serigrafiado estuviera en circulación el día del solsticio. De todas formas aquel verano no iba a tener mucho trabajo.
Los cuatro nos conocíamos desde el instituto y creo poder afirmar que nos habíamos visto absolutamente todos los días durante los últimos quince años, pues incluso la universidad, aunque en carreras distintas, la cursamos en el mismo campus. Cada uno tenía sus propias pasiones: la literatura por mi parte, la fotografía en el caso de Jorge, de la que afortunadamente hizo su profesión, la música en el de Ángel, bajista de la banda de rock duro Ataulfo Volteretas (nombre de su invención y que jamás contó con nuestro beneplácito pero sí, inexplicablemente, con el de sus compañeros del grupo) y el cine en el de Esteban, que si bien se ganaba la vida, y bastante bien, desarrollando sistemas de software para la Administración Pública, ya había colaborado en los efectos especiales de algún cortometraje (es ingeniero informático) y tenía en mente la dirección del primero de su cosecha, en cuyo guion habíamos colaborado todos y probablemente acabaríamos protagonizando sin percibir emolumento alguno, lo cual no nos importaba pues las risas que seguro nos íbamos a pegar no se pagan con dinero. Y la pasión común de los cuatro no era otra que viajar.
Prácticamente conocíamos toda la piel de toro, desde La Sagrada Familia al Teatro Romano de Mérida, pasando por el Madrid de los Austrias, las Rías Gallegas, Puerto Urraco (en un arrebato morboso-surrealista que nos entró a raíz de cierta crónica de sucesos que ahora no viene al caso) y toda Andalucía, especialmente Granada.
No sabemos qué magia destila esa ciudad que nos hizo visitarla dos veranos consecutivos, éste iba a ser el tercero, amén de varios puentes y fines de semana en los que, ante la perspectiva de ver las mismas caras de siempre en los mismos bares de nuestra ciudad, decidíamos que una Alhambra fría a orillas del Darro bien vale unas horas de coche, que al final no son sino buena música, buenos chiste y buena compañía. Pero si bien la cerveza Alhambra no tenía secretos para nosotros (habíamos probado incluso la sin alcohol, aunque poca gente lo sabía) llegando incluso a hacernos majestuosas fotos ante el imponente muelle de carga de la fábrica, bajo el impresionante cartel de “Cervezas Alhambra”, con su flota de camiones entrando y saliendo, cargando y descargando, nuestra asignatura pendiente era la otra Alhambra, la que se ve desde el Mirador de San Nicolás y que, a nuestro buen saber, de cerveza anda más bien escasa.
Esta dejadez era en parte debida a que solíamos improvisar nuestros viajes. No el destino, que sí solíamos planear con calma incluso meses antes, sino el día a día una vez en camino. Jamás una guía de la ciudad comprada antes de salir, jamás indagaciones en la respectiva web de turismo, a veces incluso salíamos sin tener hotel reservado. Al tocar tierra cogíamos un mapa en la recepción del hotel u oficina de turismo, hacíamos dos o tres preguntas a recepcionistas y camareros y a investigar. Como para entrar a La Alhambra se debe reservar, jamás llegamos a hacerlo.
Sí paseamos por sus jardines y por el cementerio, donde nos encontramos la lápida de un difunto cuyo nombre y apellidos coincidían con los de Ángel y tomamos varias fotos, de grupo e individuales, con rostros serios en unas, simpáticos en otras, y del todo irreverentes en las que más, de las cuales una, y sólo una, jamás apareció en la memoria de la cámara. Y sé bien que se hizo porque la hice yo: se trataba de la del propio Ángel, muy serio, con gafas de sol y de perfil leyendo su nombre en el blanco mármol. Mentiría si no dijera que nos pusimos algo nerviosos hablando del tema cuando llegó el momento de bajar las fotos al disco duro del ordenador y notamos la ausencia de la misma. Pero el verdadero desasosiego vino la tarde que Ángel apareció en la cafetería totalmente pálido, con ojeras y manos temblorosas y nos pidió por favor que nos deshiciéramos de todas las fotos, digitales o impresas en papel, que tuviéramos de aquella retorcida jornada en el cementerio de La Alhambra porque hacía varios días que “algo” no lo dejaba dormir. Por su aspecto supimos que no se trataba de ninguna broma y así lo hicimos. Recuperó el sueño y el aspecto vivaz y dicharachero de siempre y no volvimos a hablar de aquello. Tampoco volvimos a poner un pie en aquel cementerio a pesar de que seguimos frecuentando la ciudad, como ya he dicho.
Por todo aquello, el hecho de haber ido unas diez o doce veces a Granada, nadie llevaba la cuenta, y no haber visitado jamás el edificio más emblemático de la ciudad éramos conocidos entre nuestra amistades como “los cuatro jinetes de la poca Alhambra” y aquel verano habíamos decidido poner un punto y aparte en nuestra relación con tan maravillosa ciudad: era el miércoles tres de julio de 2013 y esa tarde a las seis nuestros nombres esperaban en las listas de la taquilla para recoger los tickets.
Apuramos los cafés con hielo que tomábamos en la cafetería del tanatorio Arco iris, nombre que jamás entendimos a qué clase de descerebrado se le ocurrió, y subimos a la sala para dar el último adiós a Jorge. Frente al cristal, viendo a nuestro amigo tumbado con un traje oscuro y corbata azul, con gesto relajado y las manos entrelazadas sobre el pecho, no pudimos evitar sonreír, pues incluso a bodas y bautizos acudía la mayoría de veces en tejanos y camisas de cuadros. Pantalones chinos sin pinza y camisa de rayas si se trataba de un familiar especialmente cercano o quisquilloso. Jamás en su vida se había puesto una corbata. Bonito debut, pensé. Tal vez la sonrisa en los rostros reflejados en el cristal que nos separaba de nuestro amigo pudo sentar mal a algunos de los presentes, pero no a sus padre y a su hermana pequeña, que de sobra nos conocían y sabían que Jorge lo hubiera querido así: nada de lágrimas y, a ser posible, que alguien se arrancara con un chiste. Fui yo, dos días después, en su casa revisando viejas fotografías con sus padres y su hermana, que ahora era nuestra hermana y mataríamos por ella. No mencionaré ahora el chiste que escogí para aquella ocasión pues pienso que debe quedar entre los que allí estábamos.
Nos despedimos de nuestro amigo y su familia y abandonamos el tanatorio en cuya puerta esperaba el coche de Esteban para llevarnos a Granada. No estaríamos presentes en su entierro porque cuando supo que el cáncer era terminal nos hizo prometerle que al mismo tiempo que daban sepultura al ataúd, depositándolo en el hoyo que supondría su última morada, nosotros estaríamos franqueando las puertas de La Alhambra.
Y así lo hicimos. Y sentimos la presencia de nuestro amigo con nosotros hasta el punto de estar convencidos los tres de haber oído comentarios de su boca aquella tarde. Y vimos moverse unas piedras cerca de nuestros píes que seguro no llegamos a rozar, ni nosotros ni nadie, pues nadie había en un radio de diez metros a nuestro alrededor en una zona del edificio por la que no circulaba la menor brizna de aire que se pueda imaginar. Y supimos que al fin los cuatro estábamos en La Alhambra y esa noche salimos a celebrarlo. Pero esa ya es otra historia.


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