Aunque el rock and roll y sus
ramas dan para mucho, este ritmo trepidante tiene, como cada corriente musical,
literaria, cinematográfica o pictórica, determinados estándares en los que
confluyen los gustos de la mayoría de seguidores de dicha corriente. Esto hace
que, aún dentro de la búsqueda de la última novedad, algo nuevo que no suene a
lo de siempre y nos haga vibrar como hace veinte años cuando escuchamos por
primera vez el “Rock this town” de los ya clásicos Stray Cats, cuando uno de
esos estándares aparece ante nuestros ojos no podamos evitar detenernos a mirar
o escuchar, por si acaso hay algo que aún no sabíamos o, simplemente, por el
placer de recordar. Y si hay un placer que conocemos los amantes de la mágica
década de los años cincuenta es precisamente ese: recordar.
Hace
unos días escarbaba entre los cd de cierta tienda de Murcia buscando
grabaciones de la mítica Sun Records, intentando repoblar con discos compactos
una estantería de cintas en las que a fuerza de grabar unas canciones sobre
otras apenas se distingue ya la batería del contrabajo, cuando, inevitablemente
y por el proceso descrito en el párrafo anterior, mi mirada se detuvo ante un
nombre pronunciado por mí infinitas veces en los últimos veinte años. Dejé
todos los discos que tenía en las manos y lo cogí sin dudarlo: un cd de Carl
Perkins.
¿Qué
tenía de especial? Sinceramente, nada. De hecho musicalmente no se encuentra ni
por asomo entre lo mejor de sus grabaciones. Sabía de la existencia de dicho
concierto porque en su día me lo dejaron en VHS y lo pusimos en el autobús que
alquilamos para desplazarnos a Madrid a ver en directo a esta leyenda hace ya
unos cuantos años. Si acaso se podría destacar el nivel de los artistas
invitados, ex-Beatles como Harrison y Ringo, los Cats Lee y Slim, la hija de
Johnny Cash y el productor Dave Edmunds. La posibilidad –sin ser obsesiva ni
mucho menos- de incluir al fin ese disco en mi colección (pues lo devolví a su
dueño y jamás lo volví a ver ni a escuchar) unida a la avalancha de recuerdos
me obligó a hacerme con él. Y de este modo dejé en las estanterías de aquella
tienda discos de artistas desconocidos, o conocidos pero de quienes no tengo
nada en casa, que seguro me hubieran gustado por llevarme una grabación de
temas que ya conozco de memoria de tanto oírlos.
Y
hoy, solo en mi casa y sin ganas de hacer gran cosa, he vuelto a poner el cd y
a recordar. Y he recordado que aquella noche el maestro lloró.
Carl
Perkins irrumpió con fuerza en los cincuenta y compuso numerosos estándares
como ‘Honey don´t’, ‘Boppin´ the blues’, ‘Gone, gone, gone’ y el mítico ‘Blue
suede shoes’, probablemente el tema más versionado de la historia, en dura
pugna con el ‘Jailhouse Rock’, del King, y el ‘Johnny B. Good’ de Chuck Berry.
En los sesenta y setenta pasó discretamente a un segundo plano, grabando
habitualmente música country (grabaciones bastante interesantes, dicho sea de
paso) siendo popular sólo en América y gracias, en gran medida, a la
inestimable camaradería de un buen amigo que no permitió que cayera en el
olvido, Johny Cash. Y a finales de los ochenta y principios de los noventa
volvió con sus temas de siempre, con otro sonido mucho más potente (cuestión de
tecnología, su actitud siempre lo fue) y
ya convertido en leyenda.
España,
desgraciadamente, no ha tenido tradición roquera. Mientras en América mandaba
Elvis y en Europa Los Beatles, aquí teníamos a Juanito Valderrama y Rafael
Farina. No tengo nada contra dichos artistas, pero sí contra cualquier época en
que se cierren puertas y se desconozca lo que hay fuera, etapas oscuras por
necesidad y definición. Hubo quien lo
intentó y poco a poco fue abriéndole camino al rock en este pais, como el Dúo
Dinámico, Miguel Ríos o Brunos Lomas, aunque torpemente debido a la falta de
información: España conoció de golpe el rock and roll, el beat, la psicodelia,
lo ‘ye-ye’ y lo mezcló sin criterio con la balada y la canción ligera. Además
sufríamos una mentalidad anclada en el pasado, una dictadura y a los censores.
Por si alguien no lo sabe “Quince años tiene mi amor” tuvo problemas con la
censura, manda huevos, como diría mi paisano el ex ministro.
Por
eso, y es sólo una opinión, Carl Perkins vino con miedo o, al menos, sin
entusiasmo a España. En su gira Europea sabía que no habría problemas con el
público inglés pues Los Beatles hicieron más de una versión de sus temas a lo
largo de su carrera y, como ya he comentado al principio, George Harrison y
Ringo Star colaboraron en la grabación de ese cd que ahora brilla con luz
propia en las estanterías de mi apartamento. En Francia y en Italia no había
que preocuparse. Aunque el rockabilly no pegara con mucha intensidad son países
con fuerte influencia jazzistica, lo que siempre ayuda. Pero, ¿qué pasaría en
España?
Carl
esperaba una terracita con mesas y parejas de cincuentones tomando martinis
que, tal vez, supieran tararear algún estribillo de sus temas más conocidos.
Imagino que no poco se romperían sus esquemas cuando al bajar de la limousine
sus guardaespaldas tuvieron que coger al vuelo a un incontrolado que llegó a
tocarle el hombro y, como un zombi, salió de allí mirándose la mano con fuego
en los ojos y diciendo para sí mismo: “lo he tocado, lo he tocado”. Perkins
comenzaba a coger confianza.
Mientras
actuaban los teloneros mis amigos y yo deambulábamos por la sala saludando a
viejos camaradas, muchos de los cuales hacía años que no veíamos. El rock and roll
te hacía tener amigos en cualquier lugar del mundo mucho antes de que la
palabra internet empezara a usarse en los institutos. Beber unos litros de
cerveza en cualquier plaza antes del concierto que reunía en cualquier ciudad a
los seguidores del artista de turno en toda España creó lazos de amistad que
siguen presentes en pleno siglo XXI, y un rocker tiene donde dormir siempre en
cualquier punto de la piel de toro. Conforme suponíamos que se acercaba el gran
momento, nos íbamos aproximando al escenario… ¡Y sucedió!
Aquella
leyenda viva del rock and roll, armado con camisa azul de flecos y su guitarra
se plantó frente al micrófono. La sala tembló, creo que nos quedamos afónicos
en el primer grito. Carl se detuvo ante el micro unos segundos, le costaba
creerlo. Estaba ante tres mil adolescentes ansiosos por verlo. De su garganta
salió el primer “weeeeeeeeell…” de la noche y, con el primer golpe de guitarra:
“all my friends”. Los tres mil adolescentes que allí estábamos no necesitamos más
para continuar junto a él: “are boppin´ the blues”.
En
ese momento lo vio claro. Éramos su público, no había curiosos que se habían
asomado a ver qué pasaba allí. Habíamos hecho centenares de kilómetros para
verlo a él y sólo a él. Cantamos todos sus temas, las versiones que hizo de sus
amigos Fats Domino y el Killer, Jerry
Lee Lewis. Y, a mitad de actuación, llegó el momento que jamás olvidaré: con el
riff de entrada a “Honey don´t” el edificio se vino abajo. Yo, que estaba en
segunda fila, note como se me echaban encima tres mil personas, pero aquella
noche era capaz de aguantar lo que fuese. Cada grito del estribillo se escuchó
en todo Madrid, y tres mil brazos en alto pudieron con la compostura del
maestro quien, nada más finalizar la canción, levantó sus gafas y secó sus
lágrimas. Allí lo teníamos, frente a nosotros, la leyenda del rock más humilde
de la historia. Aquellas lágrimas significaban lo mismo que nuestros aplausos:
un mutuo “gracias”.
Volvió
a llorar tras la última canción, en la que ni siquiera tuvo que acercarse al
micro tras la introducción más famosa de la historia del rock and roll:
“Weeeeeeeeeeeell… It´s one for
the money, two for the show”. Del resto de la canción nos encargamos los
allí presentes.
Antes
de marcharse prometió ante el micrófono que volvería a actuar en España el año
siguiente. Dejó el escenario y tres mil personas abandonaron la sala andando
sin pisar el suelo: habíamos visto a Carl Perkins, primer compositor de
rockabilly de la historia. Por desgracia, jamás pudo cumplir su promesa.
Meses
después me encontraba en la biblioteca de la Universidad de Cartagena
estudiando con un amigo que escuchaba la radio con unos auriculares. Observé un
gesto extraño en su cara. Apagó la radio y me dijo: “ha muerto Carl Perkins”.
Me
quedé sin saber qué decir, mirando un folio en blanco en el que no podía escribir
nada. Salí de la biblioteca y, encerrado en los aseos, le devolví las lágrimas
que me dedicó, como a otros miles de fans, aquella noche mágica en Madrid.
Es
la primera vez que le cuento esto a alguien.
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