Salieron de la librería buscando un lugar donde poder cenar a base de picoteo. Habían charlado largo y tendido con los libreros sobre literatura y futuros proyectos comunes, y D había comprado una novela de Camilo José Cela, otra de Aldous Huxley y, fruto de aquella charla, el librero le había regalado uno de los primeros libros de Javier Marías para mitigar el recelo que los artículos de opinión de dicho autor le provocaban. Por su parte, L compró la última publicación de un sello independiente de nombre difícil de escribir y casi imposible de pronunciar sin atrancarse, en cuya última página, y a la manera de la más contundente declaración de intenciones, confesaban a sus lectores que hubieran rechazado el manuscrito del que a la postre había sido uno de los libros del año tanto en cifra de ventas como a nivel de críticas (pactadas o, directamente, compradas, supongo).
Tras descartar un local que olía a queso (a ambos les gustaba el queso, pero, joder...) y dos o tres franquicias donde hasta las hamburguesas parecían precocinadas, dirigieron sus paso hacia el casco antiguo, donde esperaban encontrar alguna tasca con olor a frito que saciara sus expectativas. Por el camino divisaron una feria de libros antiguos en una amplia avenida. L quería esquivarla, tenía en la mesita de noche más de quince volúmenes pendientes y se había propuesto no comprar ni sacar nada de la biblioteca pública hasta haberlos leído todos, pero D insistió y, total, acababa de fallar a su propósito minutos antes, cuando sucumbió ante el último título de aquella pequeña editorial.
En apenas diez minutos D había comprado varios ejemplares de Asimov y Greene, así como El príncipe, de Maquiavelo. Por su parte, L volvió a caer al encontrar El castillo de los Cárpatos, una novela de Julio Verne que llevaba años buscando y, dicen, pudo ser la definitiva inspiración de Stoker para su Drácula. Una vez colmados los caprichos literarios de la jornada, y antes de encaminarse definitivamente al centro para cenar, D agarró un ejemplar de La verdad sobre el caso Savolta y dijo:
—Aún no lo he leído, y eso que La sonrisa etrusca me encantó.
—La sonrisa etrusca no es de Mendoza —dijo L.
—¿Seguro?
—Seguro. Es uno de mis autores predilectos, tengo todo lo que ha publicado. La sonrisa etrusca yo juraría que es de Antonio Gala.
—No, espera, es de Sábato. Tengo Sobre héroes y tumbas y lo mencionan en la solapa.
—Pues tal vez, aunque yo juraría que es de Antonio Gala.
—¿Paco Umbral?
—No. ¿Muñoz Molina?
Un hombre que miraba libros cerca de ellos carraspeó, tocó en el hombro a D y dijo en voz baja y sonriendo:
—José Luis Sampedro.
—¡Joder, sí! —exclamaron como si acabaran de resolver la Teoría del Todo—. Muchas gracias.
El hombre siguió su camino y D y L el suyo.
Nunca supe quién era aquel hombre, pero sí que aquellos que no lograban dar con el nombre del autor de una de las más populares novelas jamás escritas en lengua castellana eran un escritor y su editor. Lo sé porque yo era el editor. Pero es que... ¡Cómo imaginar que un tetrapléjico con un bolígrafo en la boca podría escribir algo de tal calibre!
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