“Escribir no sólo es cosa de letras, como sonreír no es sólo
cosa de dientes”. No hace mucho que leí esas palabras y decidí que la última
entrada del blog previa a la presentación de mi primer libro versara sobre esa
idea.
Para llegar hasta aquí, hasta hoy, explicando o simplemente
contando cómo se forjó la obra, que nace de unir con cierto criterio (se titula
‘Sin anestesia’ por algo) una serie de relatos que vengo escribiendo desde hace
años, debo partir de las palabras de mi paisano el académico. Y no, no me
refiero a su sentencia más célebre (‘yo no tengo ideología, yo tengo
biblioteca’), ni a mi predilecta (‘si se trata de marcar paquete, diré que soy
de Cartagena’), sino a palabras que pronunció en una entrevista y jamás he
visto escritas en formato cita: ‘yo no soy escritor, soy lector; escribir es la
consecuencia’.
Sería muy fácil (y comercial) decir que siempre me apasionó
la lectura y la escritura, que de pequeño me encerraba en mi cuarto a crear
pequeños cuentos y que orienté mi vida académica a la pasión por las letras.
Pero no, la única pasión que reconozco desde que tengo uso de razón es la
música. Por lo demás, mi madre me torturó regalándome libros sabiendo que moría
de envidia por los juguetes que recibían mis amigos –trauma que ha hecho que jamás
haya podido leer ni ver ninguna película basada en ‘La isla del tesoro’, pues
fue el regalo que recibí tras una semana llorando pidiendo un juguete que ya no
recuerdo (el ‘autocross’, creo)-, me gustaba dar patadas a un balón y lanzar
canicas en la plaza de mi barrio, el programa educativo del colegio e instituto
me hizo relacionar indefectiblemente lectura con aburrimiento (a excepción de
‘Relato de un náufrago’, que leí de una sentada) y no fue hasta la universidad
(ingeniería primero y empresariales después) que comenzó a acompañarme un libro
cada noche. Eduardo Mendoza y Herman Hesse fueron los primeros en llamar mi
atención.
Y es en la universidad, tras leer de corrido todos los
libros que había en mi casa y en la biblioteca de la ciudad de los mencionados
autores, cuando mi mente se rinde a la presión y surgen las primeras palabras
escritas por mí: una novela en clave de (muy) irreverente humor, en la línea de
‘Sin noticias de Gurb’, pero mucho más gamberra, sobre mi primer año de
universidad (llegué a unas 120 páginas y ha quedado olvidada en un disquete de
los de antaño), y un relato largo (¿novela corta?) sobre el síndrome de
Estocolmo que posiblemente retome próximamente. Muy en mi línea (tres carreras,
si contamos el conservatorio, sin acabar) abandono ambos proyectos de la noche
a la mañana y, ya puestos, a mi familia y desaparezco durante unos años. Estuve
trabajando, para que os quedéis tranquilos.
Por razones económicas fueron muchas las temporadas que viví
sin televisor, algo que hoy hago por voluntad propia, y la afición por la
lectura se torna pasión. Vuelvo a sentir el efecto succión y la imperiosa
necesidad de plasmar mis ideas y sentimientos en la pantalla (pues a día de hoy
poco sentido tiene ya decir ‘sobre el papel’) y recuerdo una noche mágica con
grandes amigos, lejos de mi ciudad y ante alguien que para mí era poco menos
que un dios. Nace así mi primer relato: ‘Las lágrimas de Carl Perkins’. Dejando
al margen la calidad literaria del resultado –que ha sido modificado varias
veces hasta hoy-, aquello sirvió para saber que soy capaz de terminar algo y
para que mucha gente (excepto mi familia) me animaran a seguir escribiendo.
Dicho relato (que puede leerse en mi blog, pues no aparece
en ‘Sin anestesia’) fue el primero que acabé y colgué en la red, pero antes
había plantado las semillas de ‘Carrera con el Diablo’ y ‘El río del silencio’.
El primero surge como un trabajo de clase de tercer curso de
bachillerato, para la asignatura de historia. No voy a divagar ahora sobre cómo
logré encajar a un icono del Rockabilly en dicho contexto, pero lo hice (con
buena calificación, además) y, años después, lo rescaté para cercenar las
cadenas académicas que coartaban la fluidez expresiva del texto y el resultado
se convirtió en uno de mis relatos más emblemáticos.
El segundo es otra historia, y menuda historia. A veces creo
que ‘El río del silencio’ tiene más de mí que yo mismo. Tardé quince años en
poder sentarme a escribirlo. Incluso cuando la lectura no era ninguna afición
fantaseaba con darle forma a la historia algún día. Amé y odié la historia a
ratos impredecibles, le tuve miedo, dependencia, la empezaba una y otra vez sin
poder avanzar apenas unas páginas. Lo más curioso es que comenzó como una
excusa para plasmar por escrito lo que me había supuesto la música que
escuchaba en la adolescencia, pero se me fue de las manos, situé la escena en
el momento equivocado (para centrarme en el tema musical) y los recuerdos que
me sobrevenían acabaron quemándome las entrañas. Hasta que una madrugada di con
la clave: yo era parte de la historia y, por lo tanto, parte del problema. Tomé
una distancia prudencial con el protagonista usando la tercera persona y al fin
logré expulsar mis demonios para dar forma a los recuerdos. Podría estar horas,
días, dedicar un libro entero a la creación de esta obra y sus secuelas, que
tiene y más tendrá, pero no es este el momento. Quien quiera saber más puede
leer en mi blog ‘Desnuda el alma: a vueltas con El Golem’ y saciar su
curiosidad a ese respecto. Pero antes de cambiar de tercio necesito decir, una
vez más, que su protagonista, ‘El paranoias’, es lo mejor que me ha pasado en
la vida: mi (respetado) enemigo, lo admito, una suerte de Mr. Hyde; pero
también mi padre, mi hermano, mi solidario camarada y mi guardián entre el
centeno.
Continuando con lo que hoy me ha hecho sentarme a escribir,
con ‘Las lágrimas de Carl Perkins’ y ‘Carrera con el Diablo’ circulando con
relativo éxito por la red, y ultimando los detalles para colgar ‘El río del
silencio’, consigo, en cierto modo, hacer realidad un sueño que me perseguía
desde que leyera ‘Canción de Navidad’, de Charles Dickens, y con ‘Jarrita
marrón’ me aproximo bastante a crear mi propio cuento de Navidad, que llegaría
un tiempo después con el título de ‘Un rayo partió la noche’.
Normalmente me cuesta referirme a ‘Jarrita marrón’ como uno
de mis relatos, pues la autoría siempre está bajo la sombra de haber fundido
melomanía y cinefilia para, simplemente, dar forma de relato a la maravillosa
película de Anthony Mann en la que el genial James Stewart da vida a Glenn
Miller. Es el relato que abre ‘Sin anestesia’ y a ese respecto incluyo una
breve aclaración en el propio texto.
Si con ‘El río del silencio’ exorcizaba mis demonios
adolescentes, con ‘Luna de octubre’ hice lo propio con los del presente, o los
de un pasado muy reciente. Alguno sigue ahí, lo admito, pero consigo que se dé
con la puerta en las narices cuando tiene la osadía de venir a buscarme.
Quiero pensar que no hay lectura desaprovechada. En el peor
de los casos, ayuda a no volver a perder el tiempo con autores o temáticas que
ya he comprobado no consiguen engancharme. Tras un decepcionante ‘Yonqui’
decidí darle una segunda oportunidad a William S. Burroughs con ‘Queer’, que me
gustó aún menos, pero me cobré algo a cambio. La edición de dicha obra que cayó
en mis manos (Anagrama) incluye una introducción del propio autor donde,
situando la escena en Mexico, muestra unos años cincuenta que yo no conocía, a
pesar de tenerme por un entendido en la materia. Descubrí que muy cerca de los
cadillacs y las juke-box, del barrio donde Danny Boy cierra pronto la
gasolinera para recoger a Peggy Sue y llevarla al baile, existe otra realidad
bien distinta. Burroughs describe la arena del desierto salpicada por la sangre
de un cuerpo retirado poco antes de allí, nadie sabe si por su propio pie o ya
cadáver, borrachos que duermen en la calle sobre sus heces y buitres que
describen círculos al acecho de carnada. Normalmente las ideas me rondan la
mente durante un tiempo, a veces meses, antes de llevarlas a la hoja/pantalla,
pero tras empaparme de aquella escena no tardé apenas nada en dar vida a la
familia Chagoya y crear ‘Distrito federal’.
Divaguemos sobre
maneras de escribir, de crear. Ha quedado claro que no soy ajeno al recurrente y habitual recurso
autobiográfico: ‘Las lágrimas de Carl Perkins’, ‘Carrera con el Diablo’ (sí,
rizando el rizo, no sólo nace como un trabajo de historia de 3ª de BUP, sino
que los protagonistas somos Gene Vincent y yo mismo), ‘El río del silencio’, ‘Luna
de octubre’ y otros que después se mencionarán (‘Espuma de cerveza’ y ‘El club
de los fracasados’).
Otra de mis fuentes de inspiración, como creo ha quedado
claro, es la música. De la avalancha de recuerdos provocada por ciertas
melodías nace ‘El río del silencio’ y de la profunda admiración por
determinados artistas los ya mencionados ‘Las lágrimas…’, ‘Carrera…’ y ‘Jarrita
marrón’; otro relato eminentemente musical incluido en ‘Sin anestesia’ será ‘La
conjura de las sombras’, del que hablaré más adelante. Y en el futuro puedo
adelantar que habrá relatos sobre Django Reindhard y Freddie Mercury.
Evitando siempre las aburridas enumeraciones de fechas y
acontecimientos, para no caer en una suerte de aburrido semiperiodismo musical
o en la simple y llana biografía, procuro unir cierta documentación contrastada
con respetuosa ficción. Esto ocurre en ‘La conjura de las sombras’: no
investigo los cajones de ropa interior de las personas de las que hablo; no me
interesa (ni al lector, creo) cuántas dioptrías tenía Buddy Holly ni lo que
acostumbraba a desayunar Eddie Cochran; tampoco las fechas y sedes de los
conciertos que pudieran dar durante dos meses seguidos. Creo que da más vida
–más literatura- saber que The Big Bopper pasó seis días ininterrumpidos pinchando
música en una emisora, o que Buddy Holly coincidió en un estudio de grabación
con Ray Charles y, desgraciadamente, poco o nada se sabe a día de hoy del
material que pudiera surgir de aquella cita. A estas anécdotas que logran
conformar una historia en un solo párrafo, les añado un marco que, aunque con
base real, no existe más que en mi mente, y pasa a la del lector por obra y
gracia de la palabra escrita. Por ello cuento la vida, la novela basada en la
vida de estas personas, desde el bote que Johnny Burnette maneja el fatídico día
que sale a pescar, o desde el suelo del salón de Eddie Cochran, donde llora la
muerte de Buddy Holly para, acto seguido, recibir una llamada a cobro revertido
de su buen amigo Gene Vincent. Si de una
combinación de melomanía y cinefilia surgía ‘Jarrita marrón’, que jamás hubiera
existido sin el film ‘Música y lágrimas’, el lector no tardará en ubicar cierto
pasaje de ‘La conjura de las sombras’ en ‘La bamba’. Y de este modo queda
anotado, aunque en ‘Sin anestesia’ sólo se dan estos dos casos, para el futuro
el cine como fuente de inspiración.
Sólo una vez dediqué más tiempo a la investigación que al
texto en sí, empleando cuatro meses de mi vida para una historia de cuarenta
páginas en mi ordenador (setenta en el libro), y casi fue sin querer. No sé si
es habitual en el mundo de la creación literaria (soy nuevo en esto, no tengo
apenas contacto con otros escritores y, de hecho, ni siquiera me considero
escritor), pero no es extraño que las ideas que preceden a la historia me sobrevengan
a la inversa, esto es, visualizo el final de la historia como un frondoso y
firme árbol que debo podar para ver el nacimiento de sus ramas. De este modo
situé a una dulce jovencita rezando una plegaria en la catedral de Cartagena, y
siempre daré gracias a la conjunción de astros que me hizo localizar allí la
escena, pues por ello descubrí que la catedral de la ciudad portuaria fue una
checa republicana durante nuestra contienda, lo que me llevó a un cambio de
guión gracias al que pude saber que el famoso ‘oro de Moscú’ pasó por el
polvorín de La Algameca y tuve conocimiento de hechos como el bombardeo de las
cuatro horas y el hundimiento del Castillo de Olite que, finalmente, se
conjuraron para dar vida a ‘Dorada Algameca’, ficción sobre base real del final
de la República en su último bastión: Cartagena.
Pero a ‘Dorada Algameca’ llegué con la lección aprendida,
pues años atrás ya recibí la visita de las musas en forma de final para la
historia que estaba por nacer. Por aquel entonces, además, la sombra de Dickens
se cernía sobre mí día sí, día también, alentando tanto mi propósito de
escribir un cuento de Navidad que la idea devino en obsesión. Y una noche de
tormenta (al igual que me ocurriera con ‘Luna de octubre’) logré por fin
apaciguar dicha obsesión. Si ‘Sin anestesia’ comienza con mi primer intento de
crear un cuento de Navidad, ‘Jarrita marrón’, historia real basada en una
Nochebuena en la que Helen Miller llora la ausencia de su marido, se cierra con
mi sueño hecho al fin realidad, y en ‘Un rayo partió la noche’ serán mis
personajes, mi historia y, como no podía ser de otro modo, la música, quienes
espero logren haceros creer que hay algo más allá de lo que vemos.
Y para recorrer los últimos metros de esta recta final,
vamos con los dos últimos relatos. Estas historias mantienen ese espíritu sin
anestesia que domina la obra, pero obvian a las musas musicales y
cinematográficas que parecen primar en el resto de la obra. Tienen un fuerte
contenido autobiográfico (y si continúo escribiendo supongo que debo
acostumbrarme a desnudar mi alma en cada palabra) y parten de ideas bien
dispares. ‘Espuma de cerveza’, posiblemente lo más irreverente que he escrito
nunca, sólo tenía dos propósitos: reírme al escribirlo (conseguido) y que se
ría el lector (espero conseguirlo), y versa sobre esos pequeños mundos que
tenemos a la vuelta de cada esquina (‘bares, qué lugares’, rezaba la canción). ‘El
club de los fracasados’ puede ser la historia más cruda de ‘Sin anestesia’,
porque, por desgracia, el marco en que se desenvuelve no es tan lejano y ajeno
como los de ‘Dorada Algameca’ y ‘Distrito federal’. Bajo el recuerdo de un club
que existió, del que fui su presidente y sus miembros buenos amigos míos, el
protagonista (que bien pudiera ser ‘El paranoias’ diez años después) da un
repaso a un realidad tristemente de moda hoy en día: nuestro lamentable
panorama laboral y esa ridícula idea de que todos tenemos ahorros o una familia
en la que apoyarnos que conforma una cortina de humo que impide ver que si no
cobramos no comemos, no dormimos y la vida es una obligación difícilmente
llevadera.
Esto es ‘Sin anestesia’. Esto, en gran medida, soy yo. Y
espero veros a todos el próximo 24 de octubre en la Biblioteca Regional de
Murcia para poder compartirlo todo. A quienes la distancia lo impida, que
disfruten de su lectura. A quien no me conozca, que le resulte grato hacerlo
por este medio.
Gracias a Ediciones Hades por la oportunidad, a Inma Sola
por descubrirme dicha editorial a la que me animé a mandar mi manuscrito que
tan satisfactorio resultado ha dado. A Jorge y Miguel, sin ellos ‘El río del
silencio’ no existiría. A Maggie, amiga y en cierto modo musa (aunque ese
relato no aparezca en el libro) en la distancia. A todos los que me han apoyado
desde el primer día, por sus ánimos y sus comentarios de mis relatos. A mi
familia, ¿por qué no?, su desprecio y desinterés tal vez me dio las alas
necesarias. Al Rock and Roll, a mis Purasangres, grandes amigos que siempre aparecen cuando me envuelven las sombras (puede que ‘El paranoias’ fuera el primer purasangre) y a Aurelio, mi hermano, que siempre ha estado ahí cuando lo he necesitado.
Perdón por quien me deje en el tintero y keep on rockin´!!!